Un gaucho visita la tumba de Juan Moreira, sobre la cual está echado haciendo guardia el Cacique, el cuzquito de Moreira. Ese gaucho no es otro que Julián Andrade, el amigo de Moreira.
Andrade visita la tumba de Moreira
El epitafio de Moreira
El día cuatro de mayo, como a las tres de la tarde, entró en el pueblo de Lobos un paisano de aspecto humilde, montando un magnífico caballo zaino colorado.
Aquel hombre tenía la cabeza abatida sobre el pecho, como cediendo al peso de una horrible desgracia, y no se preocupaba de apurar el pesado tranco de su caballo.
El paisano, siempre triste, con la mirada inmóvil sobre la cabeza de su pobre apero, atravesó el pueblo por la calle principal y recién al llegar a la plaza alzó la cabeza, dejando ver una mirada inteligente empañada por el dolor que se revelaba en su actitud sombría y lúgubre ademán.
Levantó la cabeza, decimos, y miró a todos lados como para orientarse en el camino que debía seguir, camino en que le parecía no estar muy seguro, pues desmontó en un almacén y preguntó por dónde se podía ir al cementerio.
Uno de los gauchos que había en el almacén salió e indicó al paisano el camino que debía seguir, mirando con extrañeza a aquel desconocido que se alejó sin siquiera dar las gracias por el servicio recibido, descomedimiento que el gaucho atribuyó a la pena en que aquel hombre parecía ir sumido.
El paisano siguió siempre al tranquito, hasta que llegó al cementerio, echó pie a tierra delante de la puerta de fierro, y sin atar siquiera su caballo, penetró al cementerio, cuyas tumbas interrogó con una mirada húmeda y vacilante.
Aquel hombre, sin despegar los labios para responder al comedido saludo de la vasca sepulturera, detuvo su mirada sobre el montón de tierra donde estaba echado el Cacique, y se dirigió allí con el paso vacilante, sacándose el sombrero con imponente respeto.
Llegó a la tumba solitaria, dobló en ella las rodillas y se pudo ver que de sus ojos negrísimos y varoniles caía un torrente de lágrimas que iban a rodar a la tierra que cubría los restos de Moreira.
El Cacique, que recibía siempre con amenazadores gruñidos a los que se acercaban a la tumba de su amo, se arrastró hasta aquel hombre y, mientras lamía sus manos cariñosamente, se puso a aullar, con ese aullido fúnebre y lastimero que emplean los perros en las situaciones lúgubres.
El paisano acarició la cabeza del noble animal, se puso de pie, cruzó los brazos y clavó la mirada en aquella huesa miserable, permaneciendo así inmóvil como una estatua, y llorando silenciosamente más de tres horas.
A la caída de la tarde, el hombre que cuidaba el cementerio fue a prevenir a aquella especie de estatua humana que iba a cerrar la puerta y que era necesario que se retirara, pero el paisano estaba tan embebido en su pensamiento que fue necesario golpearle el hombro y repetirle la advertencia.
Entonces sus labios temblaron a impulsos de los sollozos que lo sofocaban, por sus pómulos se deslizaron las últimas lágrimas, levantó al Cacique en sus brazos, que seguía aullando lúgubremente, y dio vuelta para tomar el camino que conduce a la salida del cementerio. ¡No alcanzó a dar dos pasos!
-¡Adiós, Moreira! -gritó con la voz entrecortada por los sollozos que hacían su palabra casi ininteligible-. ¡Adiós, hermano Moreira! ¡Daría toda mi vida por poder montarte en ancas de mi caballo y llevarte al rancho de la amistad! -dijo; su voz expiró en un doloroso gemido y salió del cementerio a la carrera, como si tuviera que hacer un violento esfuerzo para arrancarse a la fuerza desconocida que allí lo retenía.
Llegó a su caballo, sobre cuyo recado saltó sin tocar el estribo, y acomodando al cuzquito en el brazo izquierdo se perdió al galope de su caballo.
Aquel paisano era el amigo Julián que, sabiendo la muerte de Moreira, había venido a darle el último adiós sobre su tumba.
Moreira vive aún en la tradición de los pagos que habitó. Sus desventuras se cantan en décimas tristísimas y sus hazañas son el tema de los más sentidos y tiernos estilos, que canta cada paisano, lamentando la muerte de aquel hombre fabuloso. Para rendirlo fue necesario que la policía de Buenos Aires se pusiese en campaña eligiendo sus mejores soldados y pelear con él hasta que le quedó un átomo de vida.
Los paisanos que lo trataron sienten una especie de orgullo al recordar que fueron amigos de aquel hombre, y las partidas de plaza recuerdan aún con cierto terror los destellos de aquella mirada soberbia cuyos rayos no podían sostener sin bajar la vista al momento.
Moreira no tiene parangón con ninguno de los muchos hombres de valor asombroso que han habitado nuestras campañas. El único que se le acerca en algo es aquel terrible Juan Cuello que, en los años comprendidos del cuarenta y siete al cincuenta y uno, tuvo aterrorizadas a la cuidad de Buenos Aires y a la misma mazorca, cuya vida y curiosísimas aventuras recién hemos concluido.
Juan Cuello es una narración que interesará sobremanera a nuestros lectores, por estar llena de episodios sumamente romancescos.
Andrea y su hijo, el pequeño Juan, se encuentran actualmente en casa del señor Aguilar, calle de la Victoria, frente al cuartel de bomberos.
Cuando Vicenta oye hablar del tremendo Juan Moreira, sus ojos se llenan de lágrimas y miran al suelo como si buscara allí la tumba de aquel desventurado cuya existencia feliz fue cortada por el poder de un teniente alcalde de campaña.
¡He aquí los graves defectos de que adolece nuestra célebre Justicia de Paz!
De un hombre nacido para el bien y para ser útil a sus semejantes, hacen una especie de fiera que, para salvar la cabeza del sable de las partidas, tiene que echarse al camino y defenderse con la daga y el trabuco.
Es preciso convencerse una vez para todas de que el gaucho no es un paria sobre la tierra, que no tiene derechos de ninguna clase, ni aun el de poseer una mujer buena moza en contra de la voluntad de un teniente alcalde.
El gaucho es un hombre para quien la ley no quiere decir nada más que esta gran verdad práctica; el Juez de Paz de partido tiene derecho a remacharle una barra de grillos y mandarlo a un cuerpo de línea.
Es tiempo ya de que cesen esos hechos salvajes y el gaucho empiece a gozar de los derechos que le otorga la Constitución y que ha conquistado con su sangre en todos los campos de batalla.
Cerraremos esta dramática historia haciendo notar que todas nuestras críticas referentes a la organización de la Justicia de Paz en la campaña obedecen a la noble aspiración de que los derechos imprescriptibles del ciudadano, con los cuales invisten al hombre las leyes divinas y las leyes escritas, sean respetados y garantizados en todas las latitudes del suelo argentino.