Juan Moreira había sido guardaespaldas de Adolfo Alsina, y de regreso a Navarro, Moreira se afilió al Partido Autonomista. Durante las elecciones se enfrenta con el gaucho Leguizamón, caudillo del partido contrario.
Moreira en duelo criollo
La pendiente del crimen
Moreira cayó al partido de Navarro, donde debía encontrar algún refugio, por los antecedentes buenos que allí había dejado en otras épocas.En Navarro, como en todo el resto de la provincia, se discutían las candidaturas de Costa y Acosta, candidatos de dos partidos poderosos para el gobierno de Buenos Aires.
Moreira había estado en aquel partido, siendo juez de paz de él el estimable joven José Correa Morales, quien solicitó a Moreira para sargento de la partida.
Juan Moreira aceptó el puesto que se le brindaba, porque tenía gran estimación por la familia del señor Morales, que lo había protegido siempre.
Sus servicios fueron eficaces y dejaron de aquel hombre, en Navarro, un recuerdo gratísimo.
Moreira salía con la partida de plaza a recorrer el pueblo y sus alrededores, no habiendo criminal capaz de resistirse al hermoso sargento, ni de dar motivo alguno para que la partida se le echase encima.
Cuando se tenían noticias de algún bandido de esos que suelen aparecer de cuando en cuando, Moreira iba solo en su busca, y lo prendía ya convenciéndolo de que era inútil resistírsele, ya luchando con él para reducirlo a prisión, lo que le dio un gran prestigio entre el paisanaje y le captó por completo el aprecio de los habitantes del pueblo.
El partido de Navarro fue entonces de los más tranquilos, pues era mucho más respetado el sargento Moreira que toda la justicia entera.
Cuando el caballero Morales dejó el juzgado de Navarro, el juez de paz que lo sustituyó hizo empeños por conservar en la partida al prestigioso gaucho, sin poderlo conseguir.
-Estoy aburrido de ser justicia -respondió Moreira-; me vuelvo a mi pago a cuidar mi hacienda y a ver también si me caso.
Con estos antecedentes Moreira regresó al partido de Matanzas en donde aquella temible justicia lo persiguió hasta precipitarlo en el camino del crimen.
Cuando Moreira regresó a Navarro, se conocían allí todas las desgracias que hemos venido narrando, y todas ellas no fueron capaces de borrar los buenos antecedentes que allí había dejado.
Moreira llegó a Navarro cuando todos los ánimos estaban excitados con aquellas elecciones tan reñidas, que vinieron a producir tan honda división en los habitantes de la campaña.
Faltaban sólo dos meses para la elección, y los partidos trabajaban con incansable actividad, reclutando gente de todas partes y preparando los clubes electorales.
Moreira fue ardientemente solicitado por los dos partidos políticos, que conocían su inmenso prestigio; pero el paisano resistió a todas las propuestas seductoras que se le hicieron, llegando hasta desechar con una soberbia imponderable la propuesta de hacer romper todas las causas que se le seguían en Matanzas, donde podía volver después del triunfo.
Conociendo el ascendiente que sobre aquel hombre extraordinario tenía el doctor Alsina, a quien había acompañado como hombre de confianza en épocas de peligro, los caudillos electorales hicieron que aquél escribiera a Moreira pidiéndole que pusiera su valioso prestigio a favor de la buena causa.
Moreira, cuando recibió la carta del doctor Alsina, no supo resistirse, y se afilió a uno de los bandos políticos, influyendo en su triunfo de una manera poderosa.
Los paisanos que estaban en el bando contrario se incorporaron a Moreira, al amigo Moreira, que apreciaban unos y temían otros más que al mismo juez de paz, que lo era en esa época don Carlos Casanova, apreciadísimo caballero y persona conocida como recta y honorabilísima.
Tal vez el señor Casanova hubiera puesto coto más tarde a los desmanes de Moreira, pero era tal el dominio que sobre la partida de plaza ejercía el paisano desde que fuera su sargento, que ésta temblaba ante la sola idea de tener que ir a prenderlo.
Las elecciones se aproximaban y los partidos, armados hasta los dientes, se preparaban a disputarse el triunfo de todas maneras, por la razón o la fuerza, lema desgraciado que se ostenta aún en el escudo de una nación que se permite contarse entre las civilizadas.
Había en aquella época, y afiliado al partido contrario de aquel en que militaba Moreira, un caudillo de prestigio y de grandes mentas por aquellos pagos.
Leguizamón, que así se llamaba el caudillo, era un gaucho de avería, valiente hasta la exageración y que arrastraba mucha paisanada.
Este era el elemento que iban a colocar enfrente a Moreira para disputarle el triunfo, a cuyo efecto habían enconado al gaucho picándole el amor propio con comparaciones desfavorables.
Leguizamón, que era un paisano alto y delgado, muy nervioso y de una constitución poderosa, contaría entonces unos cuarenta y cinco años.
Era un hombre de larga foja de servicios en las pulperías, donde había conquistado la terrible reputación que tenía.
El choque de estos dos hombres debía ser fabuloso.
Leguizamón estaba reputado de más hábil peleador que Moreira, pero éste debía compensar aquella inferioridad con la sangre fría asombrosa de que diera tantas pruebas.
Moreira era ágil como un tigre y bravo como un león; la pujanza de su brazo era proverbial y su empuje ineludible.
Pero Leguizamón tenía una vista de lince, su facón era un relámpago y su cuerpo una vara de mimbre, que quedaba a su antojo.
Todo esto habían dicho a Moreira, pero al escucharlo el paisano había sonreído con suprema altanería y contestado resueltamente:
-Allá veremos.
A Leguizamón le habían relatado las hazañas de Moreira, y el gaucho había fruncido el ceño diciendo:
-Ese maula no sirve ni para darme trabajo. En cuanto se ponga delante de mí, lo voy a ensartar en el alfajor como quien ensarta en el asador un costillar de carnero flaco.
La perspectiva de una lucha entre aquellos dos hombres había preocupado de tal manera a los paisanos, que se preparaban a ir a las elecciones, no por votar en ellas, sino por presenciar el combate entre ño Leguizamón y el amigo Moreira, asignando el triunfo, cada uno, del lado de sus simpatías.
El día de las elecciones llegó por fin, y la gente se presentó en el atrio en un número inesperado.
La mayoría de aquella concurrencia iba atraída por aquella lucha que había sido anunciada y fabulosamente comentada en todas las pulperías por los amigos de ambos contendientes, comentarios que habían dado ya margen a algunas luchas de facón entre los que asignaban el triunfo a Moreira, que era la generalidad, y los que suponían triunfante a Leguizamón.
El comicio se instaló por fin con todas las formalidades del acto, estando presentes el juez de paz, la partida de plaza y el comandante militar.
Moreira se colocó con su gente del lado que ocupaba el bando político a que él se había afiliado.
El paisano estaba vestido con un lujo provocativo.
En épocas electorales abunda el dinero, y Moreira había empleado el que le dieron en el adorno de su soberbio overo bayo.
Su tirador estaba cubierto de monedas de oro y plata, metales que se veían en todo el resto de sus lujosas prendas.
En la parte delantera se veían sujetos por el tirador dos magníficos trabucos de bronce, regalo electoral, y las dos pistolas de dos cañones que le regalara su compadre Giménez al salir de Matanzas.
Atravesada a su espalda y sujeta al mismo tirador, se veía su daga, su terrible daga, bautizada ya de una manera tan sangrienta y que asomaba la lujosa engastadura, siempre al alcance de la fuerte diestra.
Llevaba su manta de vicuña arrollada al brazo izquierdo, con cuya mano hacía pintar al pingo, que se mostraba orgulloso del jinete que lo montaba.
Moreira estaba completamente sereno; sonreía a los amigos, chistaba al caballo como para calmar su inquietud, y se daba vuelta de cuando en cuando para mirar al Cacique, que a las ancas del overo meneaba la cola alegremente, como preguntando qué significaba todo aquel aparato.
Frente a Moreira, del otro lado de la mesa y un poco más a la izquierda, estaba Leguizamón, metido en las filas de los suyos. La actitud del paisano era sombría y amenazadora; miraba a Moreira como lanzándole un reto de muerte, y se acariciaba de cuando en cuando la barba, con la mano derecha, de cuya muñeca pendía un ancho rebenque de lonja, de cabo de plata.
Moreira permanecía como ajeno a todas aquellas maniobras, evitando que su mirada se encontrase con la de Leguizamón, "que ya se salía de la vaina".
Los paisanos estaban conmovidos: en sus pálidos semblantes se podía ver la emoción que los dominaba, emoción que se extendía hasta los mismos escrutadores y suplentes, que no atendían su cometido por observar las variantes de aquellas provocaciones mudas, que tendrían que terminar en un duelo a muerte, fatal para uno u otro.
Por fin el acto electoral comenzó y los paisanos fueron acercándose uno a uno a la mesa del comicio, depositando cada uno su voto maquinalmente, y montando de nuevo a caballo para confundirse en las filas de donde habían salido.
Media hora hacía apenas que la elección había comenzado, cuando Leguizamón, picando su caballo, se acercó a la mesa y dando en ella un golpe con su rebenque dijo que se estaba haciendo una trampa contra su partido y que él no estaba dispuesto a tolerarla.
Y al decir estas palabras Leguizamón no miraba a los escrutadores a quienes iban dirigidas sino a Moreira para quien envolvían una provocación que éste no quiso entender, permaneciendo tranquilo.
Las palabras de Leguizamón conmovieron los ánimos tan poderosamente, que ninguna de aquellas personas mandó al gaucho guardar silencio.
-¡He dicho que se nos está haciendo trampa! -añadió, creciendo en insolencia-, y han traído a aquel hombre para que les ayude -y señaló a Moreira con el cabo del rebenque.
Moreira siguió guardando su aparente tranquilidad, y con una infinita gracia replicó al gaucho:
-No es tiempo, amigo, de lucir la mona; los peludos no tienen cartas en las votaciones y no hay que faltar así al respeto de las gentes.
Tan conmovidos estaban los paisanos que ni siquiera sonrieron ante este epigrama, que hizo poner lívido de furor a quien fue dirigido.
-¡Menos boca y al suelo! -gritó Leguizamón desmontando-. Usted es un maula que ha venido a asustar con la postura y que no ha de ser capaz de nada.
En la cintura de Leguizamón se veía un revólver de grueso calibre y una daga de colosales dimensiones.
Fue esta el arma que sacó el paisano.
Moreira se echó al suelo como quien hace una cosa a disgusto, y sacó también su daga, enrollando con presteza al brazo la manta de vicuña.
Apenas el paisano se había separado una vara del caballo, cuando Leguizamón estaba sobre él, enviándole una lluvia de puñaladas.
Era aquel un espectáculo magnífico e imponente. Aquellos dos hombres se acometían de una manera frenética, enviándose la muerte en cada golpe de daga, que era parado por ambos con una destreza asombrosa.
Los ponchos, arrollados en el brazo izquierdo, estaban completamente hechos jirones por los golpes parados, pero los combatientes, igualmente diestros, igualmente fuertes, no habían logrado hacerse la menor herida.
La prolongación de la lucha empezaba a encolerizar a Leguizamón, que había cometido ya dos o tres chambonadas, y a medida que la cólera empezaba a enceguecerlo, Moreira se mostraba más tranquilo y más previsor en sus acometidas.
Los asistentes habían hecho gran campo a los dos antagonistas, sin haber entre ellos uno solo que se atreviera a separarlos, pues con aquella acción sabían que se exponían a captarse la cólera y tal vez la agresión de ambos.
Leguizamón, más viejo y menos tranquilo en el combate, empezó a fatigarse, mientras Moreira, más hábil, economizaba sus fuerzas, que no habían podido debilitar quince minutos de combate recio, que ya comenzaba a ser pesado para Leguizamón.
Aquella lucha no podía durar un minuto más; era cuestión de una puñalada parada con descuido, de un traspié, de una casualidad cualquiera.
Leguizamón empezó a retroceder, acometido de una manera ruda y decisiva.
De su poncho quedaban sólo dos pequeños jirones y su chaqueta estaba cortada en dos partes.
Moreira, cuyo poncho estaba completamente despedazado, paraba las puñaladas con su enorme sombrero de anchas alas.
Leguizamón fue retrocediendo hasta la mesa donde se hacía el escrutinio, que fue abandonada por los que la rodeaban, para evitar un golpe casual.
Allí, contra la mesa y con acción debilitada por el mueble, el gaucho cometió una imprudencia que fue hábilmente aprovechada por su adversario.
Distrajo la mano izquierda pretendiendo sacar su revólver, descuidando toda defensa, y Moreira, rápido como un relámpago, marcó una puñalada en el vientre.
Leguizamón quiso acudir a evitarla, pero Moreira dio vuelta la daga y dio con el puño tan violento golpe sobre la frente del gaucho, que lo hizo rodar por el suelo, completamente privado de sentido.
Después de este golpe maestro, era de suponerse que el vencido fuese degollado, pero Moreira, limpiando con la mano el copioso sudor que pegaba los cabellos sobre su frente, hizo dos pasos atrás y con la voz aún jadeante por la fatiga dijo a los paisanos del bando enemigo, que lo miraban asombrados:
-Pueden llevar a ese hombre a que duerma la mona y no venga aquí a hacer bochinche.
Un inmenso aplauso saludó la hermosa acción de Moreira, que envainando la daga y saltando a caballo dijo a los del comicio:
-Caballeros, que siga la elección.
Aquel bravo entusiasta en que había estallado la multitud, era un bravo espontáneo arrancado por la hermosa acción de Moreira.
Provocado, se había batido con un hombre valiente, y hábil en el manejo de las armas, sin mostrar cólera contra su provocador, a quien no había querido matar, pues aquel golpe en la frente había sido calculado con toda sangre fría y preferido a la tremenda puñalada que marcó en el vientre.
Vencedor en el lance, no había hecho uso de la ventaja obtenida, pidió sacaran de allí a aquel hombre inerme, para que "no hiciera bochinche".
Era indudablemente una acción hermosa que recogía su premio en el aplauso de los que habían presenciado aquel duelo a muerte que amenazara ser sangriento.
Moreira recuperó tranquilamente su puesto y l elección siguió en el mayor orden.
Su acción había pesado de tal modo en el espíritu de los gauchos del otro bando, que todos votaron con él, con esa inocencia peculiar en los paisanos, que van a las elecciones y votan por tal o cual persona, simplemente porque a ellos los ha invitado su patrón o porque el juez de paz lo ha mandado así.
La elección fue canónica: había faltado el caudillo enemigo y sus partidarios se habían plegado al bando que sostenía el amigo Moreira.
Leguizamón fue conducido, cuando cayó, a la pulpería y tienda de un tal Olazo, que existe aún, donde le prestaron algunos auxilios que le volvieron el conocimiento.
Cuando recuperó el completo dominio de sus facultades, cuando supo lo que había sucedido y que Moreira había tenido asco de matarlo, Leguizamón se puso furioso, quiso volver a la plaza para matar al paisano, pero no lo dejaron salir cuatro o cinco personas que habían quedado acompañándolo.
Como la pulpería de Olazo estaba sólo a una cuadra de la plaza, a cada momento caían allí paisanos dando noticias del partido que iba triunfando y ponderando la bella acción de Moreira, que no había querido matar a Leguizamón, a quien había golpeado con el cabo de la daga, tendiéndolo en el suelo.
Leguizamón oía todos estos relatos y su coraje iba creciendo hasta el extremo de llenar de improperios a los que iban a la pulpería.
-Yo he de matar a ese maula -gritaba en el colmo de la irritación-; lo he de matar como a un cordero, para probar a ustedes que sólo por una casualidad me ha podido aventajar, pues él me ha pegado porque me vio tropezar en la mesa y perder pie; de otro modo, ¡cuándo sale de allí con vida!
Los paisanos, temiendo un nuevo encuentro con Moreira, habían querido llevar al gaucho a su casa, pero toda tentativa resultó inútil.
Leguizamón pidió una ginebra, y declaró que iba a esperar allí a Moreira para matarlo y demostrar que era un maula que habían traído para asustar a la gente con la parada.
La elección terminada, los paisanos empezaron a desparramarse en todas direcciones, cayendo la mayor parte a la pulpería de Olazo, que era la más acreditada.
Todos suponían además que el lance de aquella mañana no podía quedar así, y que entre Leguizamón y Moreira iba a suceder algo terrible.
Moreira estuvo conversando un momento con las personas de la mesa quienes le recomendaron que evitase encontrarse con Leguizamón y que, si lo hallaba a su paso, no atendiera a sus provocaciones, porque andaba siempre ebrio y no sabía lo que hablaba.
El gaucho sagaz comprendió que Leguizamón conservaba aún, a pesar de lo sucedido, su prestigio de hombre guapo y de avería, y que se dudaba del éxito de un nuevo encuentro, pero sonrió maliciosamente y se alejó al tranco de su overo bayo, tomando la dirección de la casa de Olazo, donde sabía estaba Leguizamón.
Serían sólo las cinco de la tarde cuando Moreira dio vuelta por la esquina de la plaza, en dirección al almacén, lleno de gente en esos momentos.
Cuando Moreira apareció en la esquina, un movimiento de espanto pasó como un golpe eléctrico entre los gauchos.
En el cuchicheo y el asombro pintado en todos los rostros, Leguizamón comprendió que su enemigo venía, y apurando el contenido de la copa que tenía en la mano, saltó al medio de la calle empuñando en su diestra la daga, que brilló como un relámpago de muerte.
Moreira vio todo eso y adivinó lo que en la pulpería pasaba, pero no alteró la marcha de su caballo, que avanzaba al tranquito, haciendo sonar las copas del freno.
Leguizamón, parado en medio de la calle, llenaba de injurias al paisano, que parecía no escucharlas, dada la sonrisa de su boca y la tranquilidad del ademán.
Por fin Moreira estuvo a dos varas del enfurecido gaucho, y éste, que sólo esperaba aquel momento, lo acometió resuelto por el lado de montar, tomando la rienda del caballo.
Moreira se deslizó, tranquilo siempre, pero rápido, por el lado del lazo, sacó de la cintura su terrible daga, y se preparó al combate.
Las acometidas de Leguizamón eran tan violentas, sus golpes eran tan recios, que Moreira tenía que acudir a los recursos de la vista y a toda la elasticidad de sus músculos para evitar que el paisano lo atravesara en una de las tantas puñaladas o lo abriera con aquellos hachazos tirados con una fuerza de brazo imponderable.
Durante cuatro o cinco minutos Moreira estuvo concretado exclusivamente a la defensa, siéndole imposible llevar el ataque.
Con la pupila dilatada por el asombro, trémulos y silenciosos, los numerosos paisanos miraban las gradaciones de aquel combate sin atreverse a respirar siquiera.
La partida de plaza había sido avisada de lo que sucedía, pero no se había resuelto a moverse de la puerta del juzgado: tenía decididamente miedo de provocar a Moreira.
Leguizamón, entretanto, cansado de tanto tirar, quiso reposar un momento y dio un salto hacia atrás.
Entonces Moreira tomó la ofensiva con tal brío, con tal pujanza, que eran pocos los dos brazos del adversario para parar aquella especie de huracán de puñaladas y hachazos.
Cuando Leguizamón tenía la ofensiva, Moreira no había hecho un solo paso atrás, no había perdido una línea del terreno que pisaba.
En cambio, cuando él atacó, Leguizamón empezó a retroceder, primero paso a paso, y después a saltos, único recurso para evitar ciertas puñaladas mortales.
Así combatieron las tres cuadras que mediaban entre el almacén de Olazo y la plaza principal, sin haberse inferido otra herida que un ligero rasguño recibido por Moreira en el brazo izquierdo al parar un hachazo.
Retrocediendo uno y avanzando el otro, los dos combatientes llegaron hasta la iglesia, seguidos de todos los paisanos que había en la pulpería al principio de la lucha, aumentados con los que fueron llegando a medida que iban sabiendo lo que sucedía.
La partida de plaza estaba en la puerta del juzgado, a dos pasos de la iglesia, con el caballo de la rienda, pero no se atrevía a intervenir.
Al llegar a la iglesia, Moreira acometió a Leguizamón por el costado izquierdo obligándole así a hacer un cuarto de conversión y buscar la pared del templo para hacer en ella espalda, tirando un par de puñaladas al vientre de Moreira para detenerlo un poco y darse un alivio.
Pero Moreira, comprendiendo que aquella posición era violenta para su adversario, que había quedado contra la pared lo mismo que por la mañana contra la mesa, cargó de firme, decidido a terminar la lucha, cuya duración había empezado a irritarlo y a hacerle perder parte de aquel aplomo que nunca lo abandonaba.
Moreira, pues, cargó de firme, metió el brazo izquierdo contra la daga de Leguizamón para evitar un golpe probable, y se tendió a fondo en una larga puñalada.
Entonces se sintió un grito de muerte, vaciló Leguizamón sobre sus piernas y cayó pesadamente sobre el primer escalón del atrio, produciendo un golpe seco y lúgubre, peculiar a la caída de un cuerpo humano.
Moreira abandonó la daga enterrada hasta la empuñadura en la herida, se cruzó de brazos y miró pausadamente a todos los testigos de aquel drama.
-Caballeros -dijo soberbio y altivo-, el que crea que esta muerte está mal hecha, puede decirlo francamente, que aún me quedan alientos suficientes.
Ninguno se movió, ninguno turbó con una sola palabra aquel silencio imponente.
La actitud de los paisanos aprobaba el proceder del gaucho.
Moreira miró entonces el cuerpo caído de Leguizamón, que se estremecía débilmente en el último estertor de la agonía; se agachó y le arrancó la daga del estómago.
El cuerpo de Leguizamón se agitó entonces con un temblor convulsivo; de su ancha herida salió una gran cantidad de sangre, y quedó completamente inmóvil.
Moreira lo contempló un segundo, como dominado por una especie de arrepentimiento; dejó la daga sobre el pecho del cadáver, y acercándose a su caballo que había sido llevado allí por uno de los paisanos, montó con un ademán sombrío, apartando suavemente al Cacique, que saltaba sobre el tirador, pretendiendo llegar a lamerle la cara, después de haberle lamido las manos, como felicitándolo del peligro de que acababa de escapar.
El paisano no quiso alejarse de aquel sitio sin hacer antes alarde del miedo que sabía que se le tenía.
Revolvió su caballo hasta el juzgado de paz, y dirigiéndose al sargento de la partida, que estaba dominado por el más franco espanto, le dijo lleno de altivez:
-Haga el favor, amigo, alcánceme la daga que he dejado olvidada allí -y señaló el cadáver de Leguizamón, sobre cuyo pecho se veía el arma.
El sargento dio las riendas de su caballo a uno de los soldados, se dirigió al sitio indicado y recogió la daga, que entregó a Moreira humildemente y sin permitirse la menor palabra.
Moreira tomó su daga, que guardó en la cintura después de limpiar en la crin del caballo la sangre de que estaba cubierta la hoja, y picando con las espuelas los flancos del magnífico animal, se alejó al tranco, dejando absortos a los testigos de aquella sangrienta sátira.
No hacemos novela, narramos los hechos que pueden atestiguar el señor Correa Morales, el señor Marañón, el señor Casanova, juez de paz entonces, y otras muchas personas que conocen todos estos hechos.
Y hacemos esta salvedad, porque hay tales sucesos en la vida de Juan Moreira, que dejan atrás a cualquier novela o narración fantástica, escrita con el solo objeto de entretener el espíritu del lector.
Ya hemos dicho que Moreira fue un tipo tan novelesco que, ciñéndose estrictamente a la verdad de los acontecimientos, éstos dejan atrás a Luigi Vampa, a Gasparone y al mismo Diego Corrientes, tipos formidables embellecidos por la novela, pero que se han echado de barriga ante la primer partida de policía que se les ha puesto delante de las numerosas partidas que capitaneaban.
Y Moreira era un hombre solo a quien la misma justicia había lanzado en la senda del crimen, y que tuvo a raya a las fuertes partidas que tantas veces enviaron las autoridades en su persecución, sosteniendo verdaderos combates con muchas partidas de plaza, diversos piquetes de la policía de Buenos Aires, y algunos del batallón Guardia Provincial.
Pero volvamos a nuestro relato.
Después de la muerte de Leguizamón, Moreira estuvo tranquilo mucho tiempo.
Asistía a las reuniones en las pulperías, concurría a todos los bailes que daban en Navarro, sin promover jamás la menor disputa o escena desagradable, comunes en este género de reuniones.
En esta clase de diversiones, Moreira había aprendido a beber todo género de licores, que solían írsele a la cabeza.
Pero cuando estaba dominado por el alcohol era cuando se mostraba más manso y más accesible a todo género de bromas, no habiendo ninguna de carácter pesado.
Generalmente cuando estaba en este estado le daba por vistear, invitaba a alguno de los que estaban presentes a que le hiciera unos tiritos para ejercitarse.
Como es natural, ninguno de los paisanos aceptaba la proposición, temiendo que la visteada se convirtiera en pelea.
Entonces Moreira buscaba dos palitos y se entretenía en hacer unos tiritos para ver cómo andaba la muñeca.
De esta manera se había hecho tan consumado tirador de facón, que los otros paisanos aseguraban que en sus manos el cuchillo era una luz.
Dominado por el alcohol, se despertaban también sus instintos de jinete, y si llegaba a ver un redomón o caballo nuevo, lo pedía para jetearlo un poquito, y lo jeteaba tan famosamente que lo volvía completamente dominado.
Por más ebrio que estuviese en estas situaciones, no hubo ejemplo de que caballo alguno, por bravo que fuese, lograra basuriarlo.
Moreira se había hecho también un consumado tirador de pistola.
Manejando aquellas dos que le regalara su compadre Giménez, y que cuidaba con gran esmero, él rompía cuanta botella le colocaran a cuarenta pasos de distancia.
Era un adversario terrible, que tenía completamente dominados a todos los paisanos del pago que frecuentaba.
Moreira solía tener sus horas de melancolía profunda.
Pensaba en su mujer y su hijo y solía pasarse encerrado varios días en una pieza, donde se le sentía llorar.
En esta situación, nadie se hubiera atrevido dirigirle la palabra, temiendo su enojo.
Entregado a sus tristes meditaciones, Moreira no se mostraba hasta que su melancolía había pasado por completo.
Entonces salía y prodigaba con profusión sus caricias y cuidados al Cacique y a su magnífico caballo, que eran toda su familia y su haber sobre la tierra, y que representaban sus más queridas afecciones, porque el Cacique fue el primer regalo que le hizo su novia, y el caballo fue el único regalo del doctor Alsina, hecho en la siguiente situación:
Cuando aquella época efervescente, de crudos y cocidos, en que los partidos se disputaban el triunfo de todas maneras, sin evitar los crímenes como el vergonzoso día 22 de abril, la vida del doctor Alsina se creyó amenazada, como se creyó en peligro la de Mitre, la de Chassaing y la de tantos hombres de mérito que tomaron parte en aquella encarnizada lucha.
Los amigos del doctor Alsina le mandaron entonces un hombre de toda confianza y de reconocido valor para que le guardase la espalda y fuese capaz de defenderlo de cualquier asechanza traidora que se le tendiera.
Y aquel hombre elegido fue Juan Moreira, que era un bellísimo joven.
Moreira cobró gran cariño al doctor Alsina, de quien fue la sombra inseparable durante mucho tiempo, y este hombre, que sabía valorar a los que le rodeaban, apreció el espíritu de aquel paisano, a quien trató no como a un bravo que arma su brazo según el salario que ha de recibir, sino como a un compañero que había venido a compartir con él la fatiga y el peligro.
El doctor Alsina solía penetrar hasta el corazón del paisano, haciéndole responder a ciertos toques, porque le hablaba en lenguaje sencillo y noble, en ese único lenguaje que, dirigido al corazón del gaucho, hace de este hombre un niño dócil a quien se puede manejar hasta con la expresión de la mirada.
No hay nada más fácil de conquistar que el cariño del gaucho, cariño que llega a convertirse en una especie de religión invencible.
Para esto basta sólo comprender su corazón, lleno de nobles das, y hablarle el lenguaje del cariño, que sus oídos no están habituados a escuchar.
El paisano, lleno de inteligencia, comprende que aquél es un hombre superior que desciende hasta él y se le nivela como un igual, y empieza por inclinarse a aquel hombre a quien llama un buen criollo y concluye por amarlo con toda la potencia de su espíritu tan accesible al cariño.
Moreira llegó a asimilarse de tal modo al doctor Alsina, que se había convertido en la sombra de su cuerpo y en el eco de su pisada.
De día, no lo no lo abandonaba un momento; de noche, tendía su recado en el patio, a la puerta del aposento del niño y dormitaba allí velándole el sueño.
Cuando el peligro pasó, cuando la situación de Buenos Aires quedó en estado normal, ya los servicios de Moreira fueron innecesarios y el paisano quiso volver a su pago a atender sus intereses abandonados tanto tiempo y juntar sus animalitos, que andarían dispersos por los campos vecinos.
El doctor Alsina hizo todo género de ofertas a Moreira para que se quedara en el pueblo a trabajar y conservarlo así a su lado, pero todo fue inútil.
El paisano se sofocaba en la ciudad y necesitaba volver a los trabajos de campo, donde lo llamaban su inclinación y sus hábitos.
Viendo que todo esfuerzo sería inútil, el doctor Alsina le proporcionó un pasaje y lo despidió, dándole una suma de dinero en agradecimiento de sus servicios.
A la vista del dinero Moreira palideció y una lágrima, arrancada por el sentimiento, fue a perderse trémula y silenciosa entre la naciente barba.
El doctor Alsina, comprendiendo lo que pasaba por aquel espíritu noble, retiró con presteza el dinero, al mismo tiempo que el paisano decía con acento conmovido:
-No me ofenda, patrón; si yo lo he servido ha sido porque en ello he tenido gusto, y no merezco esa oferta, porque me hace doler el corazón.
El doctor Alsina, profundamente impresionado por este rasgo de nobleza, tendió primero su mano al paisano, y lo estrechó después entre sus brazos.
El paisano se enterneció lleno de orgullo al sentir íntimamente la presión de aquel abrazo, levantó la hermosa cabeza iluminada por la emoción que saltaba a sus ojos magníficos y se separó del doctor Alsina diciéndole:
-Si alguna vez me cree útil, si mi cuerpo puede servirle alguna vez de defensa, mándeme avisar nomás, patrón, que yo vendré aunque sea del fin del mundo; disponga de mi vida sin embozo, porque desde hoy soy cautivo de sus prendas.
El paisano se alejó rápidamente y el doctor Alsina quedó meditando en la nobleza de esta raza desheredada de todo derecho, cuyo único porvenir es el puñal y los atrios electorales o los cuerpos de línea al eterno servicio de las fronteras.
Fue entonces que el doctor Alsina compró el caballo más magnífico que halló en Buenos Aires y lo envió a Moreira con una lujosa daga.
Era el famoso overo bayo que llegó a ser el crédito y el orgullo del paisano, y la daga que tan terriblemente esgrimía.
Aquel caballo representaba para él su seguridad personal y el recuerdo de aquel hombre por quien se hubiera hecho matar cien veces sin escrúpulo ni pesar.
Así dividía su afecto entre el caballo y el perro, sus leales amigos, que eran el recuerdo de lo que más había amado en el mundo, exceptuando dos personas a quienes tal vez no vería más.
Por eso, cuando salía de sus tristes meditaciones, se le veía prodigar sus cariños a aquellos dos animales que lo conocían hasta en el ruido de la pisada.
Durante un mes no se oyó hablar una palabra de Moreira, referente a desorden o pelea a mano armada.
Desde la muerte de Leguizamón, su tremenda reputación de hombre guapo había crecido de una manera imponderable.
No había un solo paisano que se hubiera atrevido a faltarle al respeto.
Fue entonces que Moreira hizo la siguiente acción hermosa, que tal vez vino a ser su salvación, cuando una partida de la Guardia Provincial, mandada por el mismo coronel Garmendia, batía los campos para reducirlo a prisión vivo o muerto; interesante incidente que figurará en el curso de esta narración.
Las elecciones habían terminado en Navarro, pero los odios de partido que engendra esta clase de luchas no se habían extinguido.
El rencor de los caudillos electorales no se acallaba y los trabajos de venganza habían suplantado a los electorales, dando margen a injustas persecuciones.
El señor Marañón, caballero de muchísima influencia, arrastraba con su prestigio a gran número de paisanos, contribuyendo eficazmente al triunfo electoral que acababa de obtener en Navarro el poderoso bando político a que se plegara Moreira.
Esto puso a Marañón en el duro trance de ser asesinado varias veces, debiendo su salvación a una serie de casualidades.
Según se dice, uno de los caudillos enemigos, que no nombramos por la posición que ocupa hoy, era el más empeñado en hacer desaparecer a Marañón, y con él, su poderosa influencia electoral.
Para llevar a mejor resultado esa acción cobarde y mezquina, fueron reclutados, por otra persona que no nombramos, cinco asesinos conocidos como hombres de agallas, a quienes se dieron cuarenta mil pesos para que asesinaran a Marañón.
La noche que se había fijado para llevar a cabo este crimen odioso era de luna clara y hermosa.
El señor Marañón, aunque sabía que se trataba de asesinarlo, salía a la calle como de costumbre y asistía al club de Navarro, acompañado solamente por un buen revólver de seis tiros y la confianza que los hombres de cierta talla tienen en su corazón.
Aquella noche Marañón había estado hasta las 11 en el club, jugando una tranquila partida de carambola con varias personas de su amistad.
A esa hora se alejó del club solo, y tomó a pie el camino de su casa, abreviándolo, para lo cual tenía que pasar un cicutal espeso, donde se habían emboscado los cinco asesinos cuyos puñales debían extinguir aquella noble existencia.
Marañón, completamente ajeno a lo que debía suceder, atravesó la ciudad con aquella despreocupación consiguiente al hombre que nada teme.
Apenas había caminado dos o tres pasos para cruzar la calle, cuando los cinco asesinos le salieron al paso daga en mano.
El joven sacó su revólver e interrogó con el ademán a aquellos hombres que se le presentaban de una manera tan agresiva.
-Venimos a matarte -dijo uno de ellos avanzando un paso-, y es en vano toda resistencia, porque ya tu hora ha llegado.
Marañón armó su revólver y dio vuelta rápidamente para examinar el camino que tenía a la espalda y asegurar su retirada, pero su valor hubo de decaer por completo al ver a su espalda un bulto que avanzaba con suma precaución, y reconociendo en aquel bulto, gracias a la claridad de la luna, al terrible Juan Moreira que trataba de ocultarse entre la sombra de las cicutas y en cuya diestra se veía brillar la daga.
Si Marañón había tenido confianza en la lucha con los cinco asesinos, esta confianza se disipó por completo a la vista del enemigo que le ganaba la espalda, enemigo que en verdad era irresistible.
Vacilaba aún el joven a cuál de los dos puntos debía atender primero, cuando Moreira saltó sobre él como una pantera, lo tomó por la cintura y lo derribó al suelo con una fuerza asombrosa.
Desde allí y medio aturdido por el golpe, Marañón pudo ver cómo Moreira acometía a los asesinos con asombrosa rapidez, tendiendo a uno de ellos con el vientre completamente abierto por su daga poderosa.
-¡Ríndanse a Juan Moreira, maulas! -gritó aquel hombre extraordinario, acometiendo a los cuatro que quedaban; pero éstos, al conocer el nombre del enemigo que tenían encima, echaron a disparar, dominados por invencible espanto, en distintas direcciones.
Moreira, al ver huir a aquellos hombres con tan extraordinaria ligereza, prorrumpió en una ruidosa y franca carcajada, acercándose a Marañón que se había levantado ya y quedaba de pie embargado por el asombro.
-¿Cómo ha venido aquí a tan buen tiempo? -preguntó Marañón tendiendo la mano al noble gaucho.
-Supe que lo iban a asesinar esos maulas -respondió Moreira riendo y estrechando con efusión la mano que se le tendía-, y yo también me escondí para darle una manita y para que la cosa no fuese tan despareja.
En seguida, y con la mayor naturalidad, se acercó al caído, se cercioró de que estaba muerto, y dirigiéndose a Marañón, le dijo:
-Ahora vamos, que lo voy a acompañar hasta su casa, aunque esos maulas no son hombres de volver y han de andar todavía disparando, creyendo que yo los persigo.
Y se dirigió a su caballo que, con el perro sobre el apero, había dejado emboscado a corta distancia.
Así caminaron tranquilos y sin cambiar una palabra hasta la casa de Marañón, que quedaba a corta distancia.
Marañón estaba conmovido por aquel acto de nobleza llevado a cabo por un hombre que no le debía el menor servicio, y a quien sólo conocía por las referencias que le habían hecho.
Y el gaucho es así, toma cariño a una persona siguiendo un impulso del corazón, porque le ha gustado la pinta, o porque lo ha cautivado alguna acción.
Cuando se entrega el cariño a una persona, lo hace con la misma vehemencia que ama, que odia, que juega o que bebe.
Quiere porque sí, sin darse cuenta de su cariño, entregándose por completo a la persona que se lo ha inspirado, llegando por ella hasta el sacrificio de la vida.
Para Marañón esto era sumamente extraño, aunque conocía profundamente el modo de ser de nuestro gaucho.
El cariño de Moreira fue para él una revelación, y quiso explotar en beneficio del paisano aquel afecto que le daba sobre él cierto ascendiente.
-¿Qué móvil le ha guiado, amigo? -preguntó una vez que estuvieron sentados en su casa del joven-, ¿qué idea ha tenido al proceder de esta manera noble?
El paisano miró largo tiempo el sombrero que tenía dando vueltas entre las manos, luego alzó la vista hasta encontrar la del joven y repuso:
-He ido allí para salvarlo de que lo asesinen, primero porque yo lo quiero a usted, después porque no puedo tolerar que se junten de a cinco para matar a uno.
-¿Y cómo ha sabido usted que a mí me iban a asesinar?
-Porque me lo dijo una persona a quien propusieron la cosa y que fue bastante hombre para echarlos al diablo por puercos y por cobardes.
-Yo agradezco lo que usted ha hecho, amigo Moreira; y si alguna vez puedo serle útil en alguna cosa, acuda a mí, porque desde este momento soy su amigo.
-No me agradezca nada, señor -contestó Moreira, con una expresión de profunda amargura-; lo que yo he hecho lo hubiera hecho cualquiera. Yo lo quiero a usted, porque necesito querer a alguien, y usted se me figura que es algo mío, que es mi hijo o que es mi hermano. Yo soy un hombre maldito que ha nacido para penar y para andar huyendo de los hombres, que han sido mi perdición; y lo he querido a usted, porque siento que al quererlo, puedo respirar con más franqueza, y esto es tan dulce para mí, que si usted me mandase entregar a la partida, ahora mismo iba y me presentaba.
Y el paisano, en su lenguaje sencillo, explicaba la sed de cariño que sentía en su corazón ardiente.
Todo lo había perdido en el mundo, menos su caballo y su perro, el fiel Cacique, en quienes partiera su afecto; y aquel hombre necesitaba el de un ser humano a quien confiar sus penas y contar sus desventuras.
-¿Y por qué anda usted así errante, retando a la justicia con sus actos que son malos? ¿Por qué no trabaja usted como antes y deja esa mala vida?
Moreira levantó los ojos preñados de lágrimas, acarició al joven con una mirada tranquila y tristísima, y con la voz entrecortada por la emoción le habló:
-Con las penas que tengo ya en el corazón habría para llorar un año. Yo era feliz al lado de mi mujer y mi hijo y jamás hice a un hombre ninguna maldad. Pero yo habré nacido con algún signo fatal, porque la suerte se me dio vuelta y de repente me vi perseguido al extremo de tener que pelear para defender mi cabeza.
Y Moreira narró a Marañón con sus más minuciosos detalles la historia que hemos diseñado a grandes rasgos.
Marañón escuchaba enternecido el relato de tanta desventura, estaba agradecido a aquel hombre que le salvara la vida y tentó salvarlo arrancándolo del precipicio a cuyo fondo rodaba sin remedio por una sucesión de fatalidades inevitables para el que se coloca en esa pendiente.
El joven meditó un momento, y queriendo aprovechar el enternecimiento de aquel hombre de tan hermosas prendas de corazón, le golpeó el hombro y le dijo cariñosamente:
-¿Por qué no sale usted de Buenos Aires? Yo le proporcionaré trabajo en Santa Fe o en Córdoba, donde puede usted vivir tranquilo y ser feliz todavía. Allí tengo muchos amigos para quienes le daré cartas, y al fin de los años ya podrá usted volver. Se habrán olvidado de sus desgracias y podrá volver a ser lo que ha sido.
-Yo no he de irme de estos pagos -replicó el paisano, creciendo en amargura-, porque no pienso separarme de mi mujer ni de mi hijo; porque faltando yo, la justicia se ha de alzar con ellos haciéndoles pagar mis yerros.
-Yo les proporcionaré los medios de irse con usted, y entonces usted puede quedarse allí para siempre, viendo crecer a su hijo a su lado y amado por su mujer.
-Conozco que usted me habla al alma y veo que he puesto bien mi cariño en usted, pero por más que me halaga la propuesta yo no la puedo aceptar sin saber antes qué ha sido de aquellas dos prendas mías y si tengo que vengarlas de alguien. Los pobres tienen olor a difuntos; es preciso darles con el pie para que no apesten, y sabe Dios lo que habrá sido de aquellos desgraciados, cuyo único delito en la vida ha sido ser mi mujer y ser mi hijo.
-¡Quiera Dios que no les haya sucedido nada! -prosiguió, tomando un tono altivo y amenazador-. ¡Quiera Dios que no los hayan hecho sufrir un minuto! Yo no soy malo, pero conozco que si alguien les hubiera tocado el pelo de la ropa, sería capaz de hacer una herejía que ni los indios.
Y al decir esto, sus ojos brillaron en un relámpago de muerte, dando a su actitud una expresión que hacía ver todo lo irrevocable de aquella determinación adoptada y jurada en el fondo de su alma.
Marañón insistió en sus proposiciones, allanó al paisano todas las dificultades, pero todo fue inútil: su palabra se estrellaba contra aquel carácter inquebrantable.
-Bueno, patrón -dijo el gaucho levantándose-, ya lo he molestado bastante. Será hasta la vista o hasta que se presente la ocasión.
-Adiós, Moreira -dijo el joven-; piense en lo que le he dicho, y lo acepte o no lo acepte, ya sabe que puede contar conmigo en cualquier aprieto en que se vea.
Moreira sonrió agradecido y estrechó con cierto cariñoso respeto la mano que se le tendía; salió al patio, de éste a la calle, y saltando sobre su bayo, se alejó al tranquito.
Marañón se quedó meditando tristemente sobre el destino de los hombres que, nacidos para el bien y para llevar a cabo las más grandes acciones, son empujados por la fatalidad a una pendiente cuyo límite es la muerte trágica que puso fin a aquella existencia desventurada.
Entretanto, Moreira, abismado en el recuerdo del pasado, había doblado sobre el pecho la cabeza, postrada por la tempestad que la cruzaba.
Allí, mudo e inmóvil, marchaba a la voluntad del noble animal, que no cambiaba la marcha para no turbar el reposo de su amo, acostumbrado a cuando, en altas horas de la noche, el jinete renunciaba al gobierno de la brida, o iba dormido, o iba a la ventura.
Moreira caminó así, entregado a sus tristes pensamientos, hasta que la luz del alba empezó a confundirse con la luz de la luna.
A la presencia del día, Moreira se descubrió como para que el aire de la mañana refrescara su cabeza, aspiró con fuerza esa brisa fresquísima que viene perfumada con las aromáticas exhalaciones de las flores silvestres, que parece dar nuevas fuerzas al espíritu, y revolvió su caballo en dirección al pueblo, tomando el camino de la pulpería y posada, donde sólo paraba para dar de comer a sus dos amigos, el Cacique y el caballo.
Moreira entró en la pulpería, que era la de López, en un momento fatal; parecía que el destino lo empujara allí donde iba a suceder una desgracia.
Cuando Moreira entraba y pedía un poco de maíz para el caballo, notó que entre los paisanos que hacían la mañana se había promovido una discusión.
Un tal Gondra, gaucho quiebra y de malas entrañas, había dirigido palabras chocantes a un paisano forastero bastante mal entrazado, que había entrado en la pulpería a comprar una botella de caña para el camino.
El forastero no había respondido una sola palabra a las chocantes indirectas de Gondra, esperando le entregaran su caña para retirarse, lo que envalentonó a Gondra que lo siguió chocando con indirectas primero y con injurias después, cuando vio que el paisano aflojaba.
Moreira quitó el freno al overo poniéndole un morral con maíz para que almorzara, y mientras le traían un pedazo de carne para el Cacique, entró a la trastienda con intención de calmar a Gondra en las chocarrerías que oyó cuando llegó a la pulpería.
En este hecho sangriento podrán apreciar nuestros lectores el gran dominio que tenía Moreira sobre los que lo rodeaban.