Los amores de Moreira

Juan Moreira era un gaucho manso, guitarrero y buen cantor, que solía organizar bailes. En uno de estos bailes conoció a Vicenta, quien después se convertiría en la esposa de Moreira.


Amores de Juan Moreira

Los amores de Moreira

Moreira vivía en el partido de Matanzas, donde se había criado desde pequeñito, sin haber conocido a su padre, que era aquel tremendo Moreira que hizo fusilar Rosas, dándole una carta para Cuitiño, en cuya carta le daba orden de fusilarlo y que la víctima creía ser una orden para que le entregase un dinero que le había prometido.

Muchos de nuestros lectores que vivieron en aquellas épocas luctuosas, tal vez hayan conocido al padre de nuestro héroe.

Ya hemos dicho que Juan Moreira, como la mayoría de nuestros gauchos, tocaba la guitarra con ese sentimiento artístico que nace del corazón y que no se puede imitar, acompañándose con tiernas décimas y tristes, que gemían melancólicamente al poder sentido de su hermosa voz.

En aquellas plácidas noches de luna, en que se ve el campo plateado por la luz suavísima del astro de la noche, Moreira ensillaba su caballo con esa coquetería cariñosa que tiene siempre para su pingo el gaucho de buena ley, y colgando la guitarra a los tientos del recado, se iba a algún rancho amigo, donde era siempre bien recibido, porque con él iban la alegría y la perspectiva de una noche de baile.

La jarana se armaba entonces en toda regla: al rancho empezaban a caer los amigos de los alrededores, el cimarrón circulaba de boca en boca, alternando con un traguito de ginebra, y el baile seguía a la décima y al triste, baile alegre e inocente que duraba hasta las doce de la noche o la una de la madrugada.

En estas correrías y jaranas Moreira conoció a Vicenta, joven paisanita cuya hermosura era proverbial en el pago, y entonces el rancho de Vicenta fue el preferido por Moreira para sus noches de baile y alegría.

Generalmente querido por su extremada bondad y mansedumbre, en los bailes que improvisaba Moreira no había el menor disgusto, pues a la par que se le quería, se le respetaba, y ninguno hubiese querido granjearse su enemistad.

Este género de bailes pasa siempre en el mayor orden, porque a ellos concurre sólo la buena gente trabajadora y alguno que otro forastero que es invitado a desensillar, porque la hospitalidad para el gaucho es una especie de religión que practica con placer.

Los gauchos alzados y vagos no concurren nunca a este género de bailes, porque siempre andan huyendo de los centros de población, frecuentados por la autoridad.

Su teatro es la pulpería, donde se apea de noche y de donde sale de día a vagar hasta la vecina, con el ojo siempre avizor y la daga al alcance de su mano.

A los bailes que Moreira improvisaba en casa de Vicenta, asistían, además del paisanaje, el teniente alcalde del cuartel que habitaba y uno que otro comerciante amigo del paisano o de la familia.

Moreira amaba a Vicenta como ama el gaucho en su inocencia primitiva, sin hablarle una palabra, pero revelándole el amor de su alma virgen con la mirada de sus magníficos ojos y el proverbial "dispense, doña Vicenta", con que le dedicaba sus más sentidas décimas y amorosas trovas.

Vicenta comprendía este amor y callaba, correspondiéndolo con una mirada expresiva y el mate especial que le servía, ligeramente espolvoreado con canela.

Moreira era un joven sumamente arrogante y de los más acreditados en el partido como valiente y como el mejor cantor, prendas que en la campaña, para la mujer, son estimadas con preferencia.

El padre de Vicenta veía estos amores con cierta vanidad, pues a más de todo esto, Moreira era un hombre trabajador, honrado y dueño de una fortunita que, trabajada, podía ser algún día una riqueza.

El buen paisano alentó los amores de Moreira, para provocar entre los dos jóvenes un honesto casamiento.

El teniente alcalde, que frecuentaba las reuniones a que aludimos, hacía tiempo que andaba enamorado de la gentil Vicenta, pero con distintas intenciones de las de Moreira.

Quería emprender la seducción de Vicenta, y no podía mirar con tranquilidad aquellos amores; primero, porque ellos desbarataban sus planes, y segundo, porque Moreira era un paisano sagaz, con quien no se podía jugar sucio.

El teniente alcalde empezó entonces a fraguar la trama eterna que da por resultado la frontera y los grillos para el que se persigue con cualquier pretexto, aunque la trama iba esta vez a hacerse difícil, pues se estrellaba en un hombre intachable por su conducta.

Moreira no malició la perfidia que le reservaba el teniente alcalde; tranquilo y servidor como siempre, siguió en sus bailes y en sus amores con Vicenta, amores ya aceptados por el padre.

Fue en estos días que Moreira facilitó al almacenero Sardetti la suma de diez mil pesos que éste le pidió para hacer una compra de frutos del país, préstamo que fue hecho sin recibo ni documento alguno y completamente a la buena fe de ambos.

Moreira se había decidido por fin a hablar y había concertado su casamiento para un mes después.

Fue aquella una fiesta memorable, en la que hubo licor de rosa y tortas fritas, en que se bailó hasta destabarse y se tocó la guitarra hasta "sol alto".

Y fue también en esa noche que tuvo lugar el primer acto de hostilidad del teniente alcalde, que no concurrió al baile y al otro día mandó a sacar a Moreira una multa de quinientos pesos por haber dado baile público "sin permiso de la autoridad".

Moreira, a pesar de la opinión de su suegro, preocupado por su reciente felicidad, pagó la multa, diciendo que, sin duda alguna, aquélla era el remojo que cobraba el amigo don Francisco.

Pero las multas empezaron a repetirse con frecuencia, lo que empezó a alarmar al pacífico vecindario que comprendía la injusticia de ellas.

Un día Moreira era citado a casa del teniente alcalde, porque se había encontrado un animal de su propiedad haciendo daño en los sembrados y era preciso abonar la multa, que el paisano pagaba humildemente, aunque sin ninguna voluntad y protestando de la injusticia.

Otro día era una multa por no haberse presentado a un supuesto llamado de la autoridad, y otro, en fin, por haber molestado al vecindario a deshora con su acto.

Estas multas empezaron a agriar poco a poco a Moreira, hasta que un día se presentó en casa del amigo Francisco, decidido a saber el porqué de esta persecución.

El amigo Francisco escuchó agriamente el justo y humilde reclamo y le respondió con aspereza que no tenía que darle cuenta de sus acciones y que si no pisaba más derecho le iba a remachar una barra de grillos.

Ante esta amenaza Moreira palideció, pero dominándose rápidamente, le dijo:

-Yo no he ofendido a nadie, don Francisco: usted me persigue de puro vicio y esto va a acabar mal.

-Parece que me amenazas -respondió don Francisco alzando la voz-; pues ahora mismo irás al cepo.

Moreira fue puesto en el cepo, donde permaneció cuarenta y ocho horas, sin que se le oyera pronunciar una sola queja.

Es preciso saber lo que es un cepo de justicia de paz, en los lejanos y abandonados pueblos de nuestra campaña.

Un cepo de esta clase es siempre una gruesa viga de ñandubay u otra madera dura, llena de agujeros y aserrada a lo largo, tomando por centro la mitad de los agujeros; la parte baja de este aparato está asegurada en el suelo, a la vez que va adherida por medio de grandes bisagras a un extremo, la parte alta que se cierra al otro por un gran candado.

Aquel aparato inquisitorial está colocado siempre a campo y bajo un árbol, que es la única protección que el paciente tiene contra los soles y las heladas y adonde es puesto del pescuezo, de las piernas o de donde se le ocurre al teniente alcalde que manda ejecutar el martirio.

Allí fue puesto Moreira de las piernas y allí permaneció cuarenta y ocho horas sin que se le oyera la menor protesta contra aquel proceder arbitrario, mansedumbre que irritó al amigo Francisco, hasta el extremo de mandar echar de allí a Vicenta, que vino a pasar la noche al lado de su marido.

Igual proceder se mandó observar con el suegro y los numerosos amigos que fueron a visitar al preso, única protesta muda que les era permitida de aquella acción cobarde.

Cuando Moreira fue puesto en libertad, se dirigió a su rancho, donde ensilló su caballo, y se fue a casa de su compadre Giménez, padrino de su casamiento, a quien relató lo que sucedía y pidió consejo, pues no quería desgraciarse por aquel hombre que tan sin motivo se había puesto a perseguirlo.

Giménez aconsejó a Moreira se fuese al Juzgado de Paz y contase lo que sucedía, pidiendo se evitase que aquel hombre siguiera cometiendo estos abusos.

Pero a Moreira se había anticipado el amigo Francisco, imponiendo al juez de que aquel diablo había empezado a echarse a perder y que había tenido que ponerlo en el cepo porque había llevado su insolencia hasta amenazarlo.

El gaucho invocó sus derechos ¿pero qué gaucho tiene derechos? Invocó la justicia, palabra hueca para él, y no fue escuchado; ofreció acreditar su conducta con los vecinos de su cuartel, y fue expulsado del juzgado con la amenaza de que si no se corregía sería enviado a la frontera con el primer contingente.

El gaucho salió del juzgado con la primera semilla de venganza en el corazón, y convencido de que para él no había más derecho que el que le proporcionara el filo de su puñal, ni más justicia que la que él mismo se hiciera.

Regresó a su rancho, sombrío y con la frente oscurecida por la resolución inquebrantable que había adoptado.

Los paisanos estaban asombrados de la mansedumbre de Moreira, llegando alguno de ellos a decirle que no fuera tonto, que no soportara las porquerías del amigo Francisco callado la boca, pues entonces aquél lo agarraría como hijo.

Moreira sonrió y comunicó a los paisanos que había resuelto desde ese día no tolerar nada.

Así pasaron algunos meses, sin que el gaucho fuese molestado de nuevo; parecía que se hubiera olvidado lo pasado, y la alegría había vuelto a renacer en el rancho de Moreira.

Sin embargo, desde aquel día en que fue expulsado del Juzgado de Paz, Moreira cambió su cuchillo de trabajo por una lujosa daga, que sólo usaba en los días de combate con los indios y a la que había afilado con sumo esmero.

Así pasó el tiempo; se cambió el juez de paz, que no removió a la mayor parte de alcaldes y teniente alcaldes, entre los que quedó el amigo Francisco; pero Moreira no fue molestado.

Parece que el amigo Francisco había cambiado de táctica o había sabido lo que para el porvenir debía esperar de Moreira, y tuvo miedo.

El gaucho tuvo un hijo, que vino a absorber su cariño y todo su tiempo; la lujosa daga cayó de su cintura para dejar sitio a la cuchilla de trabajo, y la antigua alegría volvió a sentar sus reales en el humilde rancho.

Los bailes renacieron, la guitarra volvió a sonar y la magnífica voz del gaucho volvió a escucharse cantando hermosas décimas y picarescos pies de gato.

El amigo Francisco no volvió a aparecer por el rancho de Moreira, pero mandó emisarios que dijeron a Moreira que sentía infinito lo que había sucedido y que quería olvidar lo pasado.

Ya hemos dicho que Moreira tenía bellísimas prendas de carácter: su corazón era incapaz de guardar por tanto tiempo la idea de una venganza y fue él mismo a estrechar la mano del amigo Francisco y a convidarlo para el bautismo de Juancito, que debía celebrarse el próximo sábado.

Ese día llegó, alegre para todo el sencillo vecindario del apreciable gaucho; hubo carne con cuero y baile de noche; se echó la casa por la ventana y la ginebra y el licor anduvieron por alto, alternados con el mate y las guitarras, pues cada amigo había caído con la suya, para amenizar el baile del amigo Moreira

A la cara hermosa del paisano asomaba toda la felicidad que aquel hijo había derramado en su alma, haciéndolo renacer: cantó toda la noche, y en medio de los más frenéticos aplausos cepilló un malambo que daba mil gustos, según la expresión característica.

Moreira se excedió en la bebida un tanto, lo que fue motivo de mayor alegría y algazara; pues según los que lo han tratado, cuando estaba divertido, era cuando se le veía más alegre y accesible a todo género de bromas.

Aquel baile hizo época en el partido, porque duró dos noches y el día que a éstas separara.

Fue siempre en medio de la más franca y cordial alegría, pues cuando algún invitado se mamaba, era conducido al pequeño bosque donde dormía a su gusto y de donde regresaba al baile.

Así fue bautizado el pequeño Juan Moreira, abriendo una nueva faz al espíritu del padre, que se había vuelto más contraído aún en el trabajo, pues ya tenía un porvenir que labrar.

Las hostilidades, suspendidas por el teniente alcalde, volvieron a hacerse sentir con pequeñas miserias.

Un día fue llamado por el amigo Francisco, quien le notificó que tenía que pagar cuatrocientos pesos de multa, porque dos vacas de su propiedad habían andado haciendo daño en los sembrados de trigo.

Moreira palideció de ira, buscó en la cintura el sitio de la daga, pero la silueta de su hijito cruzó por su imaginación y se contuvo.

Pagó la multa y se alejó de aquella "casa de justicia", sintiendo en su corazón que la misma idea de venganza que lo hiciera latir aquel día que estuvo en el juzgado, volvía a renacer más poderosa.

Volvió sombrío a su rancho y se ocupó esa noche en concluir un par de lujosas riendas trenzadas, verdadero primor gaucho, que hacía días fabricaba para su Juancito que, aunque recién caminaba, ya lo acompañaba en sus paseos, a las cabezadas de su recado.

Vicenta había engrosado.

La felicidad había corregido las suaves líneas de su cara oval y bondadosa, y era una hermosa paisanita, cuyo más inmenso placer consistía en peinar los negros rulos y la sedosa barba de Moreira.

Por aquellos tiempos Moreira tuvo necesidad de dinero para efectuar una compra de haciendas baratas, y pidió al amigo Sardetti los diez mil pesos que le prestara hacía más de un año.

Sardetti pidió espera porque los negocios no andaban muy católicos, y Moreira accedió sin vacilación, suplicando que le efectuara el pago lo más pronto posible, por aquello de que "la necesidad tiene cara de hereje".

Así pasaron dos meses.

Moreira siempre cobrando y el almacenero siempre pidiendo esperas y alegando que no tenía ni aun mil pesos que poderle dar a cuenta.

Moreira fue perdiendo la paciencia poco a poco, hasta que un día hizo presente al deudor que si no le pagaba los diez mil pesos se iba a ver en la necesidad de demandarlo.

El pago no se efectuó, y Moreira entabló su demanda ante el amigo Francisco, que mandó buscar a Sardetti.

Fuera que éste se hubiera entendido con el teniente alcalde, fuera simplemente obra de su mala fe, Sardetti negó la deuda, asegurando que no debía a Moreira un solo peso.

-¿Y a qué viene entonces tanta mentira? -preguntó hostilmente el teniente alcalde-. ¿Por qué vienes a cobrar un dinero que no es tuyo?

-Cobro mi plata que he prestado -replicó Moreira trémulo de ira-, y la cobro porque la necesito; este hombre quiere robarme si dice que no me debe y yo entonces vengo a pedir justicia.

-La justicia que te he de dar es una barra de grillos, ladrón, que vienes a contar bolazos.

Al sentirse tratar así, Moreira tembló, miró a aquellos hombres de una manera feroz y llevó la mano a la espalda, mano que retiró vacía porque conociéndose se había tenido miedo a sí mismo y había dejado en su casa las armas.

-¿Quieres decir que no me debes nada? -preguntó trémulo a Sardetti, que palideció, pero que contestó secamente:

-¡Nada!

-¿Y usted no quiere hacer que me pague? -preguntó, dirigiéndose al teniente alcalde.

-Es claro, puesto que nada te debe, y que tú has venido a "jugar sucio".

A la anterior alteración de Moreira se sucedió una de aquellas calmas que son más temibles aún que la explosión de la cólera, pues ellas son hijas de una resolución suprema y de un carácter poderoso.

-Está bueno, amigo -dijo Moreira, dejando caer la mirada de sus negros ojos sobre Sardetti-. Usted me ha negado la deuda para cuyo pago le di tantas esperas, pero yo me la he de cobrar dándole una puñalada por cada mil pesos. Y usted, don Francisco, que me ha "echado al medio" de puro vicio, guárdese de mí, porque usted ha de ser mi perdición en esta vida.

Moreira iba a retirarse, pero fue detenido por don Francisco, que, llamando al soldado de la partida que con él representaba allí la justicia (rara justicia), lo hizo meter en el cepo, esta vez de cabeza, por desacato a la autoridad.

Moreira se dejó poner en el cepo sonriendo, porque sabía que pronto había de llegar la hora de su desquite, y sufrió las insolencias y aun los golpes del amigo Francisco, sin pronunciar una sola palabra.

Al día siguiente fue puesto en libertad, y oyó de boca del amigo Francisco estas palabras:

-La tercera es la vencida, y si vuelves a las andadas te remitiré a la frontera con una buena barra de grillos.

Moreira escuchó estas palabras sin apagar de sus labios la sonrisa que los orlaba y se retiró, replicando sencillamente: "hasta la vista entonces, don Francisco".

Moreira se fue a su casa, donde permaneció todo el día prodigando a su hijo y a su mujer un mundo de tiernas caricias; estuvo tocando en la guitarra una serie de tristes, hasta la hora de cenar, en que asistió a la mesa por pura fórmula.

Llegada la noche, Moreira se vistió cambiándose la ropa interior, y poniéndose a la cintura su daga de combate, ensilló su caballo parejero con esa prolijidad que usa el gaucho cuando ha de hacer una larga jornada.

Sus ojos brillaban de una manera particular y su fisonomía había tomado una expresión de fúnebre amenaza.

-¿Adónde vas a estas horas? -preguntó Vicenta cuidadosa, al ver los preparativos que había estado haciendo.

-Voy a lo de mi compadre Giménez -respondió este saltando sobre su caballo-; no tardaré en volver.

El suegro, que estaba en el rancho acompañando a la hija y ayudándola a sobrellevar la pena que le causaba la prisión del marido, trató de averiguar a Moreira dónde iba a aquellas horas.

-Ya vuelvo, tata viejo -contestó el paisano y, oprimiendo los ijares de su overo bayo, se perdió en las sombras de la noche.

¿Adónde iba Moreira, que así precipitaba la marcha del inteligente animal, que parecía comprender el apuro del jinete?

Moreira corría como quien huye entre las sombras de la noche de un peligro imaginario.

El viento agitaba su largo cabello, que iba a azotar su espalda; y su sedosa barba, dividida por el mismo viento, cubría sus hombros como un manto de crespón.

Y animaba la marcha del caballo con la palabra, queriéndole imprimir el ardor que sentía por llegar al punto de su destino.

A los veinte minutos de marcha, sujetó el caballo en una de esas características pulperías de campaña, echó pie a tierra, ató con un nudo fácil el maneador en el palenque y penetró en la pulpería, concurridísima a esa hora.

Era ésta la pulpería de Sardetti, y Moreira iba allí a cobrar sus diez mil pesos y a tomar cuenta del proceder del pulpero.

En la trastienda de la pulpería, sentados sobre alguna silla milagrosa y cajones vacíos, había una media docenas de paisanos que se ocupaban de comentar el proceder del teniente alcalde y la desgracia en que había caído Moreira.

Cuando éste entró, los paisanos se pararon, contestando a su comedido saludo; unos se contentaron con decirle: "Dios lo guarde, amigo Moreira", mientras otros le estrechaban afectuosamente la mano.

Sardetti había visto entrar al gaucho y había palidecido mortalmente: su corazón tembló anunciándole la causa de aquella visita y tendió la vista por la trastienda interrogando el semblante de los concurrentes.

Moreira estaba allí, sereno, altivo, recibía de los amigos calurosas felicitaciones por su libertad y sonreía dejando ver por la abertura de sus labios la doble fila de sus blanquísimos dientes, que formaban un hermoso contraste con su negra barba.

-Una copa, pulpero -dijo tranquilamente, dirigiéndose a Sardetti-. Amigos -dijo a los paisanos-, yo pago la vuelta.

Sardetti se apresuró a obedecer, y llenó los vasos que los paisanos enjuagaron a la salud de Moreira.

-¡Han creído que soy vaca que se ordeña sin manear -prosiguió diciendo-, y así va a ser la cornada! Me han agarrado por bueno y se me hace que esta vez no la han de sacar por tarja.

Moreira pidió otra vuelta y con una tranquilidad aterradora siguió hablando así, dirigiéndose a los paisanos:

-La paciencia se gasta, porque no es oro, y siento que la mía ha ido a parar a la loma del diablo; anoche me ha hecho su blanco el teniente alcalde y me ha tenido en el cepo, pero hoy la vaca se ha vuelto toro y no hay que hacerle al dolor.

El pulpero tragaba saliva, dejando ver en su palidez el espanto que le dominaba: la calma de Moreira le hacía prever una desgracia, desgracia inevitable, pues sabía que las palabras de Moreira no eran hijas de una mera compadrada, sino que ellas eran dictadas por una resolución inquebrantable; la amenaza que le había hecho el paisano no se había borrado de su memoria y veía que el momento de cumplirla había llegado fatalmente.

-Todos ustedes saben que yo presté a este hombre diez mil pesos -continuó, señalando a Sardetti con el cabo del rebenque-; he tenido que demandarlo porque no había podido conseguir que me pagara, ¿y saben lo que me ha contestado? Pues ha dicho que yo era un ladrón, y que no me debía un medio.

Y al decir esto, la voz del paisano se había vuelto trémula y sus ojos estaban empañados por las lágrimas que de ellos hacía brotar el coraje.

-Es verdad, amigo Moreira -respondió humildemente el pulpero-, yo he negado la deuda porque no tenía plata y si la confesaba me iban a vender el negocio; pero yo sé que le debo y algún día le he de pagar.

Moreira no hizo caso de las palabras del pulpero y siguió hablando de esta manera a los paisanos, que ya habían comprendido las intenciones con que había ido allí el gaucho, y que adivinaban la escena tremenda que iba a pasar.

-Me han puesto en el cepo de cabeza, como a un ladrón, me han golpeado cuando me han visto indefenso -y mostraba sobre su altiva frente una ligera cicatriz que recibió al ser metido en el cepo-, y por último, me han largado con el calor de la marca, diciéndome que me habían de mandar a la frontera.

Y los ojos del gaucho se dilataban de una manera feroz, dejando ver un brillo frío y siniestro que hacía la impresión de una puñalada.

Uno de los paisanos que lo escuchaba, más viejo y más amigo de Moreira que los otros, le dijo que tenía mucha razón, pero que un perro de aquella especie, no merecía que un hombre de bien se perdiera haciendo una hombrada.

-Tú tienes un hijo -concluyó aquel gaucho bondadoso-, y va a padecer las consecuencias de lo que hagas. Si no lo haces por mí, hazlo por esa prenda de tu cariño, y vámonos tomando la copa del estribo.

Una inmensa agonía cruzó como un relámpago el hermoso semblante de Moreira, y mirando tristemente al hombre que le había recordado su hijo, le replicó:

-Yo no me voy sin haber cumplido mi palabra y sin terminar lo que voy a hacer, y no tomo la copa del estribo, porque no quiero que mañana digan que lo que yo he hecho lo hice divertido, porque no tuve entrañas para hacerlo fresco.

El paisano viejo trató de persuadirlo de nuevo, haciéndole oír razones sencillas y tocantes, pero todo fue inútil.

Moreira estaba decidido a cumplir su palabra a pesar de todo, y no hubo razón que lo hiciera ceder.

-Concluyamos que es tarde -dijo levantándose de pronto-: Amigo Sardetti, vengo a que me pague los diez mil pesos o a cumplir mi palabra empeñada.

El pulpero vaciló, miró con espanto a Moreira, y dirigiendo una mirada de suprema súplica al paisano que había tratado de disuadir a aquel terrible acreedor, respondió de una manera humilde y quejumbrosa:

-Yo no tengo plata, amigo Moreira; espérese unos días, y le juro por Dios que le he de pagar hasta el último peso.

-No espero más -contestó el paisano con suprema altivez-, vengan los diez mil pesos o te abro diez bocas en el cuerpo, para que por ellas puedas contar que Juan Moreira cumple lo que promete, aunque lo lleve el diablo.

Y con mano segura desnudó su daga que brilló con un fulgor siniestro.

Los paisanos habían quedado helados, Sardetti estaba más muerto que vivo, y Moreira, arrogante y altivo, con la daga en la mano y la manta de vicuña volcada sobre el brazo izquierdo, estaba allí como el ángel del exterminio.

-O pagas sobre el acto -dijo imperiosamente Moreira-, o te abro como un peludo.

-No tengo plata -balbuceó el pulpero en una especie de estertor, mientras el paisano que desde un principio había tratado de evitar el lance se cruzaba delante de la daga de Moreira, diciéndole:

-No te pierdas, hermano, el gringo no vale la pena y vas a tener que huir del pago.

Moreira apartó al paisano con un ademán vigoroso, y, saltando al otro lado del mostrador, se lanzó sobre Sardetti con el brazo encogido y en ademán de tirar una puñalada.

Los paisanos cerraron los ojos para no ver aquello.

Cuando los paisanos abrieron los ojos creyendo que todo había concluido, encontraron a Moreira todavía frente al pulpero.

¿Qué extraño pensamiento había detenido su daga con la fuerza de un brazo humano?

¿Qué lo había hecho hacer un paso atrás en el momento de herir?, ¿había tenido miedo?, ¿se había arrepentido?

No, Moreira había cedido a un sentimiento de hidalguía; había visto al pulpero desarmado y no se había atrevido a herir, porque no había ido allí a cometer un asesinato ni a dar muerte a un hombre indefenso.

Cuatro o cinco segundos duró apenas la vacilación de Moreira, que viendo inmóvil aún al pulpero, le dijo de la manera más natural del mundo:

-¿Qué haces que no te defiendes?, ¿o quieres que te degüelle como a un peludo?

-No tengo armas -respondió Sardetti-, y aunque las tuviera, esto será siempre un asesinato.

Moreira arrebató a uno de los paisanos el puñal de la cintura, y arrojándolo a los pies del pulpero, se preparó a herir.

Sea que la cobardía de Sardetti fuera porque no tenía armas realmente, fuera que comprendiese que sólo matando al gaucho podía escapar a aquel peligro de muerte, al verse dueño de un cuchillo sus ojos brillaron y desapareció por completo su aspecto de terror y de víctima resignada.

Empuñó la daga y esperó alerta el ataque, que debía ser impetuoso.

En la trastienda no había más gente que Moreira, los paisanos que allí se encontraban a su llegada, el pulpero y un dependiente de catorce a quince años, que estaba dominado por el espanto.

Una sola lámpara de querosene, colgada del techo por un alambre, alumbraba aquella escena fuertemente dramática.

Los paisanos, cuando vieron que se trataba de un duelo, se apartaron y sólo quedaron al lado del mostrador los dos combatientes, midiéndose con la mirada.

Cuando Moreira vio la nueva actitud que asumía el pulpero, cuando lo vio apoderarse de la daga y esperar sereno el ataque, le dijo estas palabras:

-¡Así te quería ver, maula! -y lo acometió tirándole un hachazo a la cabeza, que Sardetti evitó volcando el cuello, y respondió con una puñalada tremenda que Moreira adivinó con su vista de lince y que evitó fácilmente con el poncho que pendía del brazo izquierdo.

El combate era formidable: las puñaladas se dirigían rápidas y mortales por una y otra parte, y aunque la lucha llevaba ya más de dos minutos, ninguno de ellos se había podido herir.

Por fin Sardetti, comprendiendo que la duración del combate podía ser fatal para él, porque su enemigo era poderoso y firme, hizo un poderoso esfuerzo y se tendió a fondo en una terrible puñalada.

Aunque Moreira metió el poncho, aunque quebró su cuerpo como una vara de mimbre, la punta del puñal de Sardetti, pasando a través de los pliegues del poncho, fue a herirlo levemente en la tetilla izquierda.

-Ahora ya no te tengo asco -gritó Moreira al sentir sobre su pecho el frío de la daga, y, bajando la cabeza y subiendo hasta la altura de sus ojos el antebrazo izquierdo de que colgaba su poncho, entró a Sardetti por el costado izquierdo con tal ímpetu, que le sepultó allí la daga por completo.

Sardetti lanzó una especie de quejido sordo, dejó caer la daga de su mano, y vaciló sobre sus pies.

Entonces, como un relámpago, como una máquina de muerte, Moreira le dio nueve puñaladas más: tres en el pecho, cuatro en el vientre y dos en el costado, arriba de la primera.

Sardetti cayó pesadamente, sin pronunciar una palabra, sin proferir un acento de dolor; parecía que la primera puñalada le había dado muerte y que las otras las había recibido en el intervalo que tardó en caer.

Moreira contempló un segundo el cadáver de Sardetti, miró a los paisanos que no habían vuelto de su estupor y salió de la pulpería diciendo:

-Ahora, que se cumpla mi destino.

Fue hasta el palenque, desató su caballo y se le sintió alejarse al trotecito, como si quisiera aclarar sus ideas antes de llegar al paraje a que se encaminaba.

Así llegó a su rancho, donde era esperado con una ansiedad profunda.

Su suegro, hombre práctico en la vida, había adivinado con esa mirada clara del paisano que su yerno salía para algo grave; lo comprendía por los sucesos anteriores y por los aprestos que hizo aquél antes de dejar su rancho.

-No se hacen estas cosas con un hombre de su temple -había dicho el buen viejo-, tanto se baraja el naipe que al fin se gasta, y mi Juan va a hacer uno de estos días una hombrada que los va a dejar fritos.

Vicenta interrogaba a su padre, llorosa y espantada, al ver el triste ademán con que el paisano trataba de consolarla.

-Vaya usted a buscarlo, tata -decía agarrando las manos del paisano-, vaya a buscarlo, porque se me ha puesto que Juan ha ido a matar al amigo Francisco, que así se ha puesto a perseguirlo.

-Lo que Juan haya ido a hacer -replicaba éste-, lo hará aunque se mezcle el diablo. Cuando él ha salido así, es que no ha de tardar en venir -y el viejo sonreía tristemente, porque estaba persuadido de que Moreira se había ido a matar a media justicia, empezando por don Francisco.

-¿Y si lo matan, tata? -había preguntado Vicenta en el colmo de la desesperación.

-No hay quien haga esa gauchada -contestó el paisano-; para matar a Juan tendrán que juntarse dos partidas.

Y era tal la profunda seguridad que tenía el viejo en el coraje y en la vista de Moreira, a quien amaba con toda la sencillez del gaucho, que al decir aquello había infundido valor al decaído espíritu de Vicenta.

En esta conversación estaban padre e hija, cuando relinchó el overo bayo, relincho que arrancó un grito de placer a Vicenta, y que despidió al buen viejo de la silla en que se hallaba sentado.

Cuando se asomaron al alero del rancho, ya Moreira había atado su parejero al palenque, y se sentían en dirección al rancho sus conocidas pisadas, acompañadas del metálico ruido que produce la rodaja de la espuela.

El paisano abrazó tiernamente a Vicenta y estrechó la mano tosca de su suegro, en un apretón que fue la narración de todo lo que hiciera.

Su suegro lo comprendió así y guardó silencio; bajó la cabeza y quedó en actitud pensativa.

Moreira estaba sereno, pero en su mirada hermosa se podía ver la tempestad que cruzaba su espíritu varonil.

Hemos hablado con los empleados de policía que han combatido con Moreira, inválidos todos, y que figurarán a su tiempo en esta narración, y hemos conversado largamente con el capitán de las partidas de plaza de Lobos y Navarro, inválidos también, y todos ellos nos han relatado la honda impresión que producía la mirada de Moreira en el combate.

Su pupila se dilataba poderosamente sombreada por la larga pestaña; a sus ojos afluía e irradiaba su espíritu varonil, dominándolo como la soberbia mirada del león.

Pidió a su mujer un mate y cuando ésta se alejó a prepararlo, Moreira tomó de nuevo entre las suyas la mano de su suegro, y con una expresión de infinita melancolía le dijo:

-Me he desgraciado, tata viejo, he muerto a un hombre.

El viejo levantó la cabeza, miró a Moreira a través de un velo de lágrimas y le preguntó sencillamente:

-¿En buena ley?

El paisano guardó silencio, pero abrió su saco y mostró coagulada sobre la camisa la sangre de la herida recibida.

-¿Qué piensas hacer ahora, Juan? -preguntó el paisano, envolviendo en mirada sagaz a su yerno.

-Me voy del pago, tata viejo, por unos días, mientras pasa el alboroto. He matado sólo a Sardetti porque no encontré en su casa a don Francisco, pero no por mucho madrugar amanece más temprano; ya le llegará su turno.

Y era verdad; antes de ir a su rancho, Moreira había estado en casa del amigo Francisco; pero éste no estaba allí, había ido al juzgado a dar cuenta de la cepiada, anticipándose al paisano como la vez primera.

-Es preciso, tata viejo, que usted me cuide a Vicenta y a Juancito, que son prendas suyas también; sabe Dios cuándo pegaré yo la vuelta y no es justo que ellos pasen trabajos por mí. Yo me voy, así como a la madrugada, y antes de rumbiar el camino hablaré con mi compadre Giménez.

Moreira pasó la noche en su rancho, conversando indiferente de los trabajos del campo y tratando siempre de ocultar a Vicenta lo sucedido, que ya lo adivinaba por haber visto la empuñadura de su daga con sangre y su poncho de vicuña desgarrado en varias partes y manchado también de sangre.

Al rayar el alba, Moreira se mudó de ropa, sujetó en el tirador una pistola de dos cañones y revisó con una prolijidad asombrosa la montura de su overo bayo, a cuyos tientos ató una cantidad de "vicios", como cuando salía con la guardia nacional en persecución de indios.

Volvió a las casas, besó a su mujer en la boca, estuvo mirando largo rato a su hijito que dormía, y oprimiendo la mano de tata viejo, saltó sobre el overo bayo, que se perdió un instante después por entre los alfalfares y alambrados.

Moreira caminó así un cuarto de hora, con la cabeza inclinada sobre el pecho, el brazo derecho caído sobre las vueltas del lazo trenzado, y la mano izquierda con las riendas llevadas al acaso, apoyadas sobre las cabezas del recado.

¡Sabe Dios el mundo de angustias que en esos momentos cruzaba por su espíritu!

La vida de martirio había empezado para él; sabía que el resultado de su acción era la frontera, como sabía explicárselo en su rudo pensamiento, que la frontera era su muerte civil, aprendizaje que había hecho con el ejemplo de mil gauchos desgraciados que habían hecho igual suerte.

Y lo que Moreira había hecho aquella noche no era sino la mínima parte de su sangriento plan.

La muerte de Sardetti, su cadáver, era el reto de muerte que dejaba allí a la justicia de paz, cuyas partidas saldrían en su persecución a disputarle sus pies para una barra de grillos y su cuerpo para engrosar un contingente.

Este último pensamiento fue sin duda lo que iluminó entonces su soberbia cabeza, que irguió con una altanería imponderable; sujetó la marcha del magnífico animal, divisó el campo con su vista de águila y, no percibiendo persona alguna, hizo cambiar de frente al caballo, se empinó sobre los estribos y permaneció inmóvil.

¿Qué miraba el paisano que lo hacía palidecer tan intensamente?

¿Por qué en la punta de sus negras pestañas se veían relucir gotas de llanto, semejantes a las gotas de rocío que a esa hora se podían ver en cada hoja de las flores y pastos silvestres?

El hundía su mirada en el horizonte, hasta llegar con ella a su rancho, que hubiera parecido un pequeño punto blanco para cualquier otra mirada que no fuera la mirada escudriñadora de un paisano.

Miraba su rancho, que era todo su mundo, pensando que tal vez lo dejaba para siempre, sin volver a ver aquellos seres queridos de su corazón, o para verlos de nuevo en una situación vergonzosa.

El gaucho cayó a plomo sobre el recado, como cediendo al peso de su pensamiento; dos lágrimas rodaron sobre su barba, quedando allí brillantes y temblorosas; arrojó con la punta de sus dedos, en dirección al rancho, un beso de despedida, y bajó la rienda sobre el cuero del overo bayo cerrando sus flancos con las espuelas.

El animal dio un brinco poderoso que hubiera dado en tierra con cualquier otro jinete, y esta vez se perdió por completo, a impulsos de la carrera vertiginosa.

Moreira fue a detener la marcha de su caballo en casa de su compadre Giménez, con quien habló sin apearse.

-Compadre, anoche me desgracié -dijo Moreira así que se le acercó Giménez-; allí en mi rancho queda todo lo que tengo en el mundo, que vengo a ponerlo bajo su amparo, porque usted entiende esas cosas de la justicia y los podrá proteger contra toda desgracia que allí quiera sentar reales. Una desgracia nunca viene sola, y con usted he contado en la ocasión.

Giménez preguntó a Moreira cómo había sido aquello y el paisano narró el drama de la pulpería, según su expresión, con todos sus pelos y señales.

Giménez lamentó lo sucedido, mostrando los inconvenientes que tenía aquel proceder, pero Moreira lo interrumpió y le dijo:

-Ya está hecho eso, compadre, y es en vano lamentarse; ahora no hay más que poner el hombro y hacer espalda ancha: el que hizo el perjuicio que sufra el daño. Y ya que tanto me han pinchado y se han cebado en mí porque me veían humilde, haciéndoseles bueno el partido, paciencia y barajar, compadre, no hay que quejarse de lo que yo haga. Ahí le dejo eso, compadre -prosiguió enterneciéndose por grados-, cuídemelos y cuente conmigo para todo en esta vida.

Concluyó de hablar así, apretó las espuelas al caballo y tomó la dirección del partido del Saladillo sin volver la cara.

Eran ya las cinco de la mañana y el sol, "el poncho de los pobres", empezaba a dorar la mañanita.

Giménez, cruzado de brazos, se quedó contemplando cómo se alejaba aquel hombre extraordinario.

Cuando lo hubo perdido de vista volvió a su casa, sacó las prendas de ensillar y, aperando lindamente un magnífico oscuro tapado que le regalara Moreira la noche de su casamiento, tomó el camino del cuartel que habitaba el fugitivo, a enterarse bien de lo que había sucedido la noche anterior y de las medidas que contra Moreira hubiera tomado la justicia de paz.

Cuando Giménez llegó a las primeras casas, fue recibido con la sangrienta novedad.

Todos comentaban la muerte de Sardetti, de manera más o menos favorable a Moreira.

El teniente alcalde se había puesto en campaña con cuatro soldados de la partida y habían empezado las tropelías y desastres.

Los paisanos que presenciaron el hecho fueron reducidos a prisión y puestos en cepo algunos de ellos.

El rancho de Moreira fue invadido por completo, como malón de indios, y Vicenta y el suegro de Moreira fueron también conducidos a prisión.

Era necesario vengar la muerte del pulpero, y a falta del criminal, ahí estaban su esposa y su hijo para satisfacer a la justicia de paz, que necesitaba una víctima.

Giménez se impuso de lo que sucedía, y se trasladó al juzgado para obtener la libertad de Vicenta y su padre, pero su pedido fue despreciado y desoído.

Su mujer, según el teniente alcalde, como su padre, debían saber dónde se hallaba el bandido , y era preciso que lo confesaran para que la justicia lo redujera a prisión.

Con ese objeto, y para costear los gastos del proceso, se había embargado todo lo que a Moreira pertenecía, y ya se sabe lo que es un embargo de bienes de un paisano.

Los animales se carnean por los depositarios y sus sembrados son destruidos enteramente por el completo abandono en que quedan.

Moreira había caído en desgracia, y envueltos en ella habían caído también su hijo y su mujer.

¿Quién podía defender a aquellos seres de los avances de aquella justicia sui generis ?, ¿quién defendería aquellos intereses embargados para costear un sumario que aún no se había principiado?

Sólo quedaba el puñal de Moreira, y sabe Dios dónde había sujetado éste el vértigo de la carrera del overo bayo.

El cadáver de Sardetti fue recogido y sepultado de la mejor manera que se pudo, y la partida de plaza salió en demanda del gaucho, con la orden de reducirlo a prisión o matarlo si se resistía, última parte que se cumple rigurosamente, aunque el gaucho a quien se persigue sea sorprendido durmiendo.

Y el gaucho que conoce esto, pelea con el ardor del que sabe que entregarse es morir.

¿Qué había sido entretanto de Moreira?

Moreira se fue al partido del Saladillo y allí pidió hospedaje a unos amigos que habían sido sus compañeros en tiempos más felices.

¿Qué gaucho niega su hospitalidad a un paisano en desgracia?

¿Quién niega un amparo al que ha caído en la enemistad de la justicia?

Ninguno, seguramente, porque la hospitalidad es una religión en el gaucho, religión que no han podido extirpar de su alma los castigos, las fronteras, y ese otro azote que el paisano llama sardónicamente la justicia, porque justicia es para él la privación de todo derecho, la altanería del alcalde, el sable de la partida de plaza, y el regimiento de línea, que es el último tramo de su vía crucis.

La justicia para él es la causa de que le falte trabajo, pues el estanciero lo rechaza temiendo que una leva lo deje sin peones; justicia es la palabra que invocan para ponerle una barra de grillos porque en las elecciones no votó con el comandante militar; y justicia, por fin, es la palabra que se oye sonar siempre en pos de una aventura o de una tropelía.

Si tiene algún pingo lindo, la autoridad se lo quiere comprar, y si no se lo vende se lo quita; y si reclama ya puede ganar el campo.

Por eso es que el paisano detesta todo lo que lleva el nombre de justicia, y de ahí nace el amparo que presta al que viene huyendo de ella.

Así Moreira encontró asilo seguro en casa de sus amigos, a quienes narró su desventura, con ese colorido lánguido y melancólico que imprime el paisano en desgracia a todos sus actos y palabras.

Profunda impresión produjo en el espíritu de aquella gente sencilla la desgracia del amigo Moreira y la narración de la escena de la pulpería, que sería la causa de que a aquellas horas lo anduvieran buscando para prenderlo y remacharle una barra de grillos.

-Y todavía estoy en el principio -había dicho amargamente el gaucho-, aquella muerte es el principio de mi obra, y don Francisco es el fin con que tengo que estrellarme. Ese hombre me ha humillado, sin que yo le haya dado motivo; él me ha hecho banco y me ha echado al medio, haciéndosele bueno el partido, y es la causa de que me halle como me veo. Ese hombre ha de morir a mis manos, aunque después tenga que ganar la pampa para huir de las partidas.

-No se aflija, compañero -le replicó el amigazo que le había abierto su rancho y el corazón-. Sólo la muerte no tiene remedio en esta vida.

-¿Y mi hijo? ¿Qué será de mi hijo y de Vicenta? -preguntó Moreira con una indefinible expresión de dolor-. Tata viejo está ya achacoso y son capaces de matarlo en el cepo para que confiese dónde estoy. ¡Ah, don Francisco! -concluyó el paisano, abatiendo su hermosa cabeza en la palma de la mano-, ¡no tiene suficiente vida para pagarme el mal que me ha hecho!

Moreira guardó silencio, silencio que no se atrevieron a interrumpir ni el dueño de casa ni las personas que con él estaban.

Las palabras del gaucho eran para ellos el reflejo de sus propias desventuras, y cada cual pensaba en las suyas, recordadas por Moreira.

De repente, uno de los gauchos, el amigo Julián, abandonó su poyo y avanzando hasta Moreira, le golpeó familiarmente el hombro, obligándole a levantar la abatida frente.

Era éste un paisano pobremente empilchado, pero de rostro enérgico, iluminado por una expresión de suma inteligencia.

Su nariz, aguileña y afilada, indicaba la firmeza de su carácter, y a su pupila parda, suavemente humedecida por el enternecimiento que lo dominaba, asomaban los relámpagos de un espíritu fuerte y bien templado.

Cuando Moreira sintió sobre su hombro el peso de aquella mano, levantó la cabeza y miró al amigo Julián con su ojo escudriñador; aquellas dos miradas se fundieron, por decirlo así, y ambos sonrieron: los paisanos se habían comprendido en la expresión de la mirada, y habían hecho un punto.

El gaucho de corazón y de prendas de carácter no necesita hablar para ser comprendido por otro gaucho; dotados de una sensibilidad delicada, llegan al corazón con una mirada, en un lenguaje poderosamente elocuente.

Esto había sucedido con Moreira y el amigo Julián, en cuyas miradas había habido una oferta y una aceptación.

-Ahora mismo me voy a Matanzas -concluyó Julián-, y mañana a estas horas tendrá usted noticia de lo que por allá haya sucedido; hoy por mí y mañana por ti. Puede descansar a su gusto, amigo, que yendo yo es lo mismo que si usted fuera.

Moreira oprimió entre las suyas las manos del paisano, y salió con los otros a la puerta a despedir al amigo Julián, que saltó sobre su caballo y se perdió entre el follaje de los árboles; ni siquiera había alzado su chuspa que se veía sobre un viejo baúl.

Moreira fue obsequiado con un churrasco que ni siquiera probó: estaba abatido por la idea de su mujer y su hijito, a quienes se imaginaba que habían conducido al juzgado y maltratado para averiguar su paradero.

Por momentos sentía deseos de montar a caballo e ir a buscarlos, pero se acordaba de su venganza y, al pensar que ésta pudiera desbaratarse, se sentía clavado en su sitio.

El paisano tomó la guitarra y se puso a preludiar un triste, pero la arrojó en seguida lleno de hastío; estaba dominado por el pensamiento fijo en su rancho y en los seres queridos que allí había dejado.

Los paisanos que en el rancho habían quedado respetaban su silencio, dejando oír sólo de cuando en cuando el ruido característico que produce la bombilla al absorber del mate los últimos vestigios de agua.

Moreira salió por fin al patio, nombre que dan los paisanos al pedazo de suelo sin verde que está delante del rancho.

Fue hasta el palenque y sacó el apero del caballo, colocando las piezas en el suelo, de manera de poder ensillar de un solo golpe; pidió un poco de alfa, que dio al caballo, y se tendió sobre el recado, boca abajo, con la barba apoyada sobre los brazos, que, doblados en sentido contrario, venían a proporcionarle una especie de almohada.

Así permaneció toda la noche, inmóvil, sumido en su pensamiento y con la mirada hundida en el horizonte.

Entonces se agolparon a su memoria las últimas injusticias que se habían cometido con él, los ultrajes del juez de paz, los golpes que le diera el teniente alcalde cuando estaba en el cepo de cabeza, y entonces se pintó en su semblante todo el odio que afluía a su corazón ardiente y que inconscientemente le hacía oprimir el puño de la daga.

Pensaba en Vicenta, pensaba en su hijo, que tal vez fuesen las víctimas inofensivas de su acción, y de sus ojos caían silenciosas las lágrimas, que iban a perderse entre la seda de su barba, después de haber resbalado por la fiebre de sus mejillas.

Cuando Moreira levantó la cabeza y se sentó sobre su recado, ya la primera luz del alba empezaba a dibujarse entre las últimas sombras de la noche.

Los pajaritos entonaban sus cantos matutinos al abandonar sus nidos y las ovejitas balaban en diversos tonos, al ver abiertas las puertas del corral, que para ellas presentaban la perspectiva del bocado de trébol humedecido por el cristalino rocío de la noche.

El que no ha visto en el campo el despertar de la naturaleza en los primeros minutos de la mañana, no ha visto la obra más asombrosa de la creación, que pinta la grandeza del Creador del Universo en la más miserable de sus manifestaciones: desde el leve temblor del cogollo de pasto que se mueve a impulsos de la mansa brisa, hasta el alegre relincho del caballo que saluda a su dueño al verlo aproximarse a la estaca que lo aprisiona durante la noche.

Hay, en esta hora suprema de la mañana, una música inexplicable que brota de todas partes y que conmueve nuestra alma como una caricia maternal que recibiéramos al abrir los ojos.

Luego aparece el primer rayo que irradia el sol, el poncho de los pobres, y que aprovecha el ave tendiendo su ala sobre la tierra como para secar el rocío de la noche, y la naturaleza toma un nuevo vigor en sus manifestaciones de la vida, como para saludar alegremente al astro divino de la mañana.

Moreira oprimió entonces su cabeza y aspiró con placer aquel aire, recibiendo sobre su frente enardecida el primer rayo del sol naciente; se levantó enseguida y, acariciando el cuello de su overo bayo, lo desató y lo llevó al lado del pozo para darle agua.

El animal, como agradeciendo el cuidado, paró las orejas y golpeó el hombro de su dueño, como haciéndole presente que estaba ya dispuesto para la fatiga.

Hecha esta operación, Moreira regresó a las casas, y se encaminó al fogón, donde ya estaban los paisanos alrededor del fuego en que se calentaba el agua para empezar a cebar mate, sin cuyo mate matinal, el paisano es hombre muerto.

Moreira formó parte de la rueda, se reanudó la conversación del día anterior y se empezaron a hacer comentarios sobre la pronta vuelta del amigo Julián, que había prometido regresar esa noche, trayendo las noticias que con tanta ansiedad esperaba Moreira y que debían marcar sus acciones posteriores en la senda en que lo había arrojado la fatalidad.

Se trató de distraer al paisano, pero inútilmente: no había poder bastante para arrancarle su pensamiento.

Así llegó el mediodía, hora de la siesta, y los paisanos se turnaban en sus tareas, de manera que uno de ellos estuviese siempre haciendo compañía al sombrío huésped.

Por fin llegó la tarde, y junto con ella la esperanza de ver aparecer de un momento a otro al amigo Julián.

Moreira no había pegado sus ojos a la siesta, que pasó en el mismo desvelo y asaltado por los mismos pensamientos que a la noche.

Esta tendió por fin sus negras alas, y la naturaleza quedó envuelta en su poético letargo.

De pronto Moreira pegó un brinco y se precipitó al alero del rancho: su oído finísimo había percibido el galope de un caballo, y su corazón, latiendo precipitadamente, le había anunciado la vuelta de Julián.

Al fin iba a saber de los suyos, iba a poder obrar con entera libertad, sabiéndolos en seguridad, pues se imaginaba estarían seguros en casa de su compadre Giménez.

El galope del caballo fue haciéndose cada vez más perceptible, hasta que la silueta del amigo Julián se dibujó a través de la escasísima claridad de la noche.

Moreira respiró con fuerza, como si en sus pulmones no hubiera habido una sola gota de aire, y un relámpago de suprema alegría cruzó iluminando por un segundo la tempestad de su espíritu.

El amigo Julián había echado pie a tierra, y después de atar su caballo al palenque, se dirigió a la puerta del rancho.

El aspecto del paisano era sombrío, su pisada era valiente y parecía querer evitar el choque de la vista de Moreira, que comprendió inmediatamente que las noticias que iba a recibir eran tristes y dolorosas.

-Coraje, amigo Moreira -fue el saludo del paisano-; no todo sale al paladar, y para que algunas cosas salgan bien es preciso que otras se las lleve el diablo; aunque de esta hecha puede que se vuelva con las maletas vacías.

-Largue todo el rollo, amigo Julián -dijo Moreira con una especie de sollozo-; largue todo el rollo, que aquí hay suficientes entrañas para recibir las noticias que me traiga: no le haga asco a la relación, por dura que sea.

-Vamos por partes, amigo; que quiero tomar las cosas desde su principio, para que mi cuento salga bien.

Los paisanos entraron a la cocina y se sentaron alrededor del fogón, donde estaba la eterna pava del agua; el amigo Julián vació el mate con que fue obsequiado de entrada y empezó el relato de lo que había sucedido en Matanzas después de la partida de Moreira.

Se hizo el silencio más absoluto y el gaucho habló así:

-Cuando yo caí a su pago, no se hablaba de otra cosa que del hecho de usted, paisano, y de que la partida había salido a perseguirlo con orden de matarlo en donde quiera que lo encontrara, y decir que se había resistido.

Al oír esto se vio temblar a Moreira y asomar una feroz expresión de exterminio al terciopelo de sus pupilas.

-Esto será si pueden -contestó sencillamente-, y costándoles algo; siga nomás, amigo.

-El amigo don Gregorio (suegro de Moreira) -prosiguió el paisano Julián-, fue preso con la Vicenta para que declararan dónde se hallaba usted; pero como vieron que no había cómo sacarle una palabra lo han puesto en libertad, sin duda, para que viniera en su busca; pues le dijeron que si usted no se presentaba la pagaría con su Vicenta y su hijo. El amigo don Gregorio ensilló y salió a campearlo; pero dicen que ha pegado una rodada tan fiera, que no va a contar el cuento.

A medida que Julián narraba, Moreira iba poniéndose intensamente pálido y un temblor convulsivo movía todos sus músculos.

-Su compadre Giménez ha hecho todo lo posible para sacar a Vicenta, pero no la han querido soltar, pues dicen que estando ella presa, usted ha de volver a caer, y para ese caso, el alcalde don Francisco se ha instalado en su rancho con dos soldados de la partida, y allí están de mate y coperío.

-No me han de esperar mucho tiempo -respondió Moreira sonriendo, y se levantó de una manera amenazadora.

-¿Qué va a hacer, amigo? -preguntaron al paisano, sospechando ya lo que por su espíritu pasaba.

-Voy a dar el vuelto a don Francisco -repuso tranquilamente Moreira-, y ya que está en mi casa no quiero que espere mucho.

El paisano salió y empezó a ensillar su parejero, con una serenidad pasmosa; más bien parecía que se preparaba para ir a una fiesta de carreras, que para salir al encuentro de la muerte.

El amigo Julián mudaba caballo y otro de los paisanos ensillaba silenciosamente, para ir a acompañar a Moreira, pero éste, adivinándoles el pensamiento e interrumpiéndolos en la tarea, les dijo bondadosamente:

-Gracias, amigos; yo voy solo; no quiero que digan que no me basto para pelear a esos maulas; pronto nos volveremos a ver la cara, pues el corazón me dice que aún no ha llegado mi hora.

Los paisanos desensillaron, mientras Moreira, que ya había apretado la cincha, alzaba el poncho, pasaba una ligera revista a su traje y saltaba sobre su overo bayo, que relinchó de placer al sentir el peso de su jinete.

-Bueno, amigos, hasta la vuelta -gritó Moreira, y el galope de su caballo confundió su eco entre los murmullos de la noche.

-Lo que es yo -dijo el amigo Julián echando de nuevo las caronas sobre su flete-, no lo dejo ir solo. Moreira va caliente y es capaz de hacerse matar. Para eso son los amigos, ¡qué canejo!, y al fin y al cabo uno no tiene el cuero para negocio.

Se despidió de sus compañeros y, guiando su caballo por la rastrillada que dejara el overo bayo, se perdió también entre las brumas de la noche, después de haberse cerciorado de que su daga iba bien segura en el tirador.