El Cacique era el perro de Juan Moreira, un cuzquito fiel que lo acompañaba a todas partes. Cuando se detenía en algún lugar, Moreira prefería dormir a la intemperie, pues confiaba únicamente en su perro, que vigilaba mientras él dormía.
El Cacique
El Cacique
El Cacique era un cuzquito que aquel paisano había criado en tiempos más felices, sin sospecharse el servicio que le iba a prestar más tarde.
El perro es la policía del gaucho, como es su soldado de confianza o el guardián de sus intereses, según la raza a que pertenece.
El gaucho tiene un particular aprecio por el perro, que aplica a su género de vida semisalvaje con una astucia asombrosa.
Se sirve del perro que llama galgo, como pastor de sus ovejas: el perro pastorea las majadas, las da vuelta cuando se alejan mucho y las trae a dormir al corral, con una prolijidad asombrosa.
Toma tal amor a este oficio que le ha confiado su amo, que va hasta recoger en la boca delicadamente, al corderito tierno a quien el cansancio ha impedido seguir la marcha de la majada.
La inteligencia del perro ovejero en el oficio a que lo ha destinado el paisano, suple con ventajas, muchas veces, los cuidados de un buen peón.
El paisano tiene también su perro de combate, que, es en el mismo tiempo, se puede decir, su ayudante de campo y su compañero de trabajo.
Esta clase de perros, que son aquellos poderosos animales de pelo corto y rabo enroscado que conocemos bajo el nombre de mastines están siempre en las casas, que son el rancho y la cocina, acometen al que llega, ayudan al amo a recoger la hacienda a la caída de la tarde, y contienen a una sola indicación a cualquier novillo bravo que pretende salirse de las filas, resistiéndose a la arriada.
Este perro posee una gran bravura y un poder extraordinario; combate al lado de su amo y no es cosa extraña verlo bajar a un hombre del caballo, a quien haría pedazos inmediatamente, si no fuese contenido por la voz del amo.
Suelen encontrarse en el campo tropillas de estos perros que andan alzados, ya por la muerte del amo u otras causas, a quienes los paisanos tienen que dar sendas batidas, por los destrozos que hacen en las haciendas cuando se sienten acosados por el hambre.
Es cosa muy común ver tres o cuatro de estos perros carnear un novillo bravo y repartirse las diversas presas.
El cuzco es la policía del gaucho.
Este perrito de extremada sagacidad adivina los peligros y los comunica a su amo con su ladrido penetrante y su actitud agresiva y decidida.
El cuzco está reputado en el campo como el más sagaz y más corsario de todos los perros.
Su cariño por el amo es su calidad especial, condición que hace de aquel perrito inofensivo una especie de fiera en los momentos de peligro para su dueño.
El gaucho conoce las magníficas condiciones del cuzco y lo ha dedicado para su policía, para su centinela avanzada que le avisa al momento la más leve novedad o el rumor menos perceptible que se siente en el campo.
Parece que los otros perros reconocieran en el cuzco superioridad de olfato o de oído, pues cuando ladra el cuzco todos los otros perros se ponen en movimiento y se alzan decididos en la dirección que el cuzco señala con sus pequeños galopitos agresivos.
Es el perro más centinela, fuera de duda, y es más leal para el hombre, que el hombre mismo, pues lleva su cariño hasta seguirlo a la tumba y echarse sobre ella a cuidar sus restos, como hemos tenido hasta hace poco un ejemplo en el cementerio del Norte.
El que cruza por estas tumbas, guardadas por cuzcos, se encontrará provocado a la risa ante la solicitud hostil y agresiva de aquel pequeño animalito cuyo poder sólo alcanzaría a dañar el pantalón.
Pero si se medita un segundo ante aquella actitud amenazadora y colérica del animalito que se desespera conociendo tal vez su impotencia y pensando que le puedan robar su tesoro, se sentirá conmovido ante aquella prueba de amor leal y abnegado, que levanta a aquel pequeño y gracioso animal sobre el nivel de muchos seres humanos.
Moreira conocía todas estas condiciones en este animalito, y llevaba a su Cacique, que debía ser en adelante el guardián de su dueño y su centinela más celoso y activo.
Allí iba sobre las cabezas del apero o a las ancas del caballo, siempre alegre, siempre vigilante y siempre dispuesto a menear la cola al menor movimiento de su amo, cuya mano buscaba con frecuencia su cabeza pequeña e inteligente para prodigarle una caricia.
Moreira, en el transcurso de su vida errante, no dormía jamás de noche, conociendo que su perdición estaba en el sueño.
Sólo dormía la siesta, en medio del campo y al rayo del sol.
A esa hora perezosa y ardiente en que todo el mundo se entregaba al reposo, en que es un fenómeno hallar un hombre que se atreva a cruzar el campo bajo los abrasadores rayos del sol, Moreira tendía su manta de vicuña al lado de su caballo, sacaba sus armas del tirador, poniéndolas sobre el poncho, se tendía de barriga y se hacía, con los brazos cruzados, una almohada sobre las armas, cuyas engastaduras venían a quedar bajo sus manos.
Allí, en aquella actitud, con el perro echado al lado de su cabeza y la rienda del parejero atada en el antebrazo, el paisano se entregaba por completo al reposo, confiando en la vigilancia del Cacique.
El lejano galope de un caballo, la proximidad de un animal cualquiera, era suficiente para que el Cacique gruñera de una manera amenazadora y dejara oír su ladrido agudo y penetrante.
Entonces Moreira se ponía de pie como movido por un resorte, con las armas en la mano y en actitud de combate.
Parecía que el Cacique conocía que la vida de su amo dependía en aquellos momentos de su vigilancia, pues se le veía de cuando en cuando abandonar su sitio de reposo en la cabecera de Moreira y dar una pequeña vuelta, como explorando los alrededores.
Después de la siesta, el paisano se levantaba, colocaba sus armas en la cintura, recogía el poncho y saltaba a caballo después de haber puesto sobre el apero al Cacique, prodigándole las caricias que el inteligente animal recibía con muestras de sumo alborozo.
El Cacique se había asimilado de tal modo con Moreira, que en las horas de tristeza que solían dominarlo, haciéndole abatir la cabeza sobre el pecho a impulsos de un recuerdo amargo, se veía al Cacique sentado sobre sus patas traseras, mirando a su amo con una expresión patética y tristísima, sin salir de esa actitud hasta que el paisano alzaba la frente y lanzaba un poderoso suspiro, como si con él pretendiera arrancar de sí y disipar en el espacio la nube de amarga tristeza que oscureciera su espíritu.
El Cacique, entonces, se paraba en sus cuatro patitas, trepaba con las dos delanteras sobre la lujosa abotonadura del tirador, y lamía solícito la mano que llevaba la brida, como prodigando a su amo un consuelo necesario para hacer cambiar el rumbo de su pensamiento.
Moreira llegaba a las pulperías del camino, donde asaba un pedazo de carne que comía en cordial amistad con el Cacique, y daba a su overo bayo la ración de alimento necesario a conservar sus fuerzas en todo su vigor.
Moreira no desensillaba jamás; cubría la montura con un gran poncho de goma, que llevaba bajo el cojinillo, cuando llovía, contentándose con aflojar la cincha, que no ajustaba nunca, sino en situaciones supremas.
En las pulperías era siempre bien recibido si lo conocían, por ese espíritu de compañerismo de que siempre hace gasto el paisano, si era desconocido, porque su aspecto y varonil belleza cautivaban desde el primer momento.
Hacía siempre pequeñas jornadas de diez o veinte cuadras y siempre al tranco para conservar su caballo, ya para un momento crítico, ya para correr una carrera de interés en las diversas pulperías a que llegaba, carreras que ganaba siempre, pues su caballo era sobresaliente.
Aquel animal había sido regalado a Moreira por el malogrado doctor Alsina en una situación que conocerá más adelante el lector.
Nunca hacía noche en las pulperías, de las que se retiraba a la hora de cerrar, y evitaba siempre acercarse a poblado, adonde iba sólo por una imperiosa necesidad.
Entre las muchas aventuras que tuvo en esta vida de vagancia se cuenta la siguiente:
Moreira había llegado a la pulpería de un tal López, en momentos que cuatro o cinco paisanos jugaban a la taba.
Ató su caballo al palenque, y después de saludar a los jugadores, colocó al Cacique sobre la montura y se acercó a mirar la jugada.
Algunos de los paisanos que conocían a Juan Moreira se pusieron a conversar con él y le obsequiaron con una sangría, sin interrumpir el juego, siendo un tal González protegido por la suerte.
Pocos minutos hacía que conversaban los paisanos, cuando el Cacique dejó sentir un gruñido que parecía un rezongo.
Moreira se levantó y se dirigió al caballo con presteza, indagando con su vista de águila la causa de aquel aviso del Cacique.
Sobre el camino, y a larga distancia aún, se vieron varios bultos, noticia que sembró la alarma entre los paisanos, suponiendo que pudiera ser una partida.
Los bultos fueron acercándose poco a poco hasta que se pudo distinguir que aquel grupo lo formaba un paisano que venía arreando unas vacas.
Los paisanos volvieron tranquilamente a su juego, y Moreira se separó del caballo y, pidiendo otra sangría, se acercó de nuevo a mirar la jugada.
Apenas habían transcurrido cinco minutos, cuando llegó a la pulpería un paisano, rodeó un momento los animales que traía, desmontó y se acercó al despacho, donde pidió un refresco de caña con limonada.
Era este un paisano alto y delgado; su apero era muy sencillo, y atravesada a su espalda se veía una daga de un largo descomunal. Era un resero, según dijo, que se dirigía a Navarro.
El notable largo de la daga provocó la mayor hilaridad entre los jugadores, inspirándoles los dichos más chuscos e incisivos.
-¿Peleará sola? -preguntó uno guiñando el ojo; a lo que otro contestó:
-No, es el asador que trae en traje de daga.
El resero estaba lívido de coraje, pero no había contestado una palabra. Los jugadores eran muchos y la lucha muy desigual.
Pagó su refresco, miró de una manera feroz a los paisanos, se dirigió a su caballo y se alejó al trotecito, en medio de las bromas que entonces se multiplicaron, siempre sobre el tema de la larguísima daga que tanto les llamara la atención.
El paisano se detuvo a unos veinte pasos de la pulpería, sacó su daga de la cintura y la clavó en el suelo, gritando a los jugadores:
-Vayan viniendo de a uno, maulas, que este día quiero carnear chanchos. ¿Qué hacen que no copan esta banca?
Como los paisanos no hicieran caso de la provocación, el resero se desató en todo género de injurias y de amenazas.
Entonces, el individuo González abandonó el juego y se dirigió a donde estaba el paisano, pretendiendo arrancar de la tierra la larga daga.
El paisano sacó entonces del tirador un revólver y lo abocó sobre González, quien vio su causa perdida por la desigualdad de las armas y retrocedió a la pulpería cuerpeando hábilmente a los balazos que le disparó el paisano.
Al ver el gaucho que González huía, se acercó a los otros jugadores, a quienes empezó a insultar y provocar de todas maneras.
-¡Manga de sinvergüenzas! -les gritó, agitando el revólver-; asco me da bajarme y darles una vuelta de azotes.
Los paisanos callaban, sin duda por respeto a Moreira, que miraba la escena pálido y apoyado sobre su caballo.
-Supongo -preguntó tranquilamente- que eso no rezará conmigo, amigazo.
-Con usted y hasta con su abuela -replicó el paisano-; yo no soy amigo de ningún maula.
-Está bueno, amigo -replicó Moreira-, ya le ha dado usted gusto a la lengua. Ahora puede retirarse en paz, que usted no es justicia y ha venido solo.
Esta actitud humilde hizo crecer la cólera del paisano que, viendo en las últimas palabras del gaucho una alusión a su daga, lo acometió revólver en mano, pretendiendo atropellarlo con el caballo.
-Ya esto no se puede sufrir -dijo Moreira, sacando su daga, y teniendo la manta sobre el poderoso brazo, evitó con un asombroso movimiento de cuerpo un tiro que le disparara el resero, y lo acometió por el lado de montar.
El paisano se sorprendió del ataque, disparó hasta la daga, que desenterró con presteza, y blandiéndola enérgicamente se preparó al combate.
La acometida fue violenta; las dagas se chocaron produciendo chispas, pero fue un choque sin consecuencia: ninguno se había herido.
Moreira retrocedió a tomar distancia y acometió de nuevo, más sereno y con más recato, comprendiendo que el enemigo era duro.
Esta vez el choque fue desgraciado para el resero.
Moreira le dio un hachazo en la cabeza y, envolviendo en un movimiento rápido y hábil la daga de su adversario con el poncho, se la arrancó de la mano con admirable facilidad.
El resero quedó estático y desarmado a merced de su adversario, pero mayor fue su asombro al ver que Moreira guardaba en el tirador su daga, y ofreciéndole la suya con un ademán bondadoso le dijo:
-Ahí la tiene, amigo; usted se empeñó, y no ha sido culpa mía. Yo no mato sino a las partidas.
-¿Y quién es usted, paisano? -preguntó el gaucho en el colmo del asombro.
-Yo soy Juan Moreira -replicó éste lleno de soberbia-, y puede usted mandar con confianza.
En seguida se acercó a su overo bayo, sobre el cual montó tranquilamente, y sin volver la cara ni dirigir la palabra a los asombrados paisanos, se alejó al tranco de su caballo.
-¡Dios le ayude, amigo! -le gritó entonces el resero-. Dios le ayude, porque es usted un hombre de corazón.
Y se perdió también en las vueltas del camino, arreando sus animalitos.